martes, 9 de julio de 2013

LOS HÉROES ALGO MÁS ABAJO QUE LAS RATAS. Por Flóbert Zapata Arias Montes



“Si tras dejar este valle me recuerdan y quieren dar una satisfacción a mi alma, perdonen a un pecador y hagan un guiño a una muchacha poco agraciada”. Epitafio de Henry Louis Mencken

 

Me gustan las orientaciones de los laicos de la literatura, es decir de los lectores, cuanto más corrientes mejor, la otra cara de los lectores arrogantes que ocultan a escritores frustrados, cuando no la cortesía de los censores, que salen al tablero a decir la lección de historia patria. Víctor el carpintero del barrio me prometió un libro que le había gustado mucho, “se llama Aceite de perro, no me acuerdo del autor”, estamos bien de buenos títulos de libros y pobre contenido, lo mismo que de grandes creaciones mal tituladas. O me encuentro con un libro tonto o me encuentro con un libro genial, no hay lugar para medianías. Pues bien, ayer de subida de la caminata diaria por la Avenida del Rio me lo entregó, me cumplió, lo que me llenó de admiración más que de agradecimiento, aunque luego de verme sorprendido también de un agradecimiento igual de fuerte, mi memoria es una colección de promesas incumplidas, como supongo le sucede a todos en la cultura de la manipulación emocional y la palabra  manoseada, necesitada de medida.  Oh, sorpresas, se trata de cuentos, escritos por Ambrose Bierce, al autor de El diccionario del diablo,  que en la edición de G.G. que poseo va acompañada de un prólogo con algo de neutro, insípido, al no darle espacio a lo personal, las cosas realmente importantes de una vida, escrita para académicos y no para gente que se gana la vida taponando nocheros. Espero que me dé una sorpresa parecida a la de Jack London después de leer Encender un fuego, regalo de Hernando Motato el noble. Una vez en Bosques del Norte un andrajoso ladrón-brujo me pidió prestado El diccionario, jeje, después de que su hijo y alumno mío viera el diablo de visos amarillos de la carátula en mi escritorio. Leo Aceite de perro, el cuento que da título al libro, y lo devuelvo, me propuse; esperaba encontrar lo usual interesante de dicción obsoleta, me encontré en el centro de una fiesta. Busqué otro corto, El viudo Turmore, de nuevo sonó el jazz extraño y fascinante de la imaginación que no huye. Antes de ir a las otras catorce piezas, leo el saciado prólogo, de Nicolás Suescún como la traducción para Punto de Lectura, y me encuentro con una vida tan fascinante como sus mal llamadas ficciones, porque nacen de la realidad reprimida, la justa y desbocada combinación de la obsesión por la muerte, Kafkismo, Nietzschenismo y, si se quiere, Apuleyo. Estas  virtudes no se le perdonarían a este revoltoso del periodismo, a este elitista del sarcasmo y la ironía, en un mundo que perdona todo menos la virtud, y le pasó lo que a las conciencias libres, lo acusaron de todo, lo difamaron, lo calumniaron, lo descontextualizaron. De sus dos hijos muertos, él en una riña y ella de alcoholismo, dijeron que él los había matado. Afirmaron que iba al cementerio, sacaba cadáveres y se los comía crudos con mayonesa Fruco. Que llegaba al orgasmo destruyendo cruces y lápidas a martillazos. ¡Qué no dijeron de Ambrose Gwinnett Bierce!   Pero se les escapó en la leyenda, se fue a México lindo y querido al lado de Pancho Villa y desapareció como desaparece una moneda del sueño al despertar; se especula pero nadie sabe nada de sus últimos días, como de otros momentos o incidentes importantes,  ni si pidió agua en los momentos finales o una calavera para besarla, su otro símbolo al lado del libro en aquella famosa foto. De él afirmó el periodista Henry Louis Mencken, un rebelde igual, lo que sigue y basta: “Lo que más le gustaba era el espectáculo de la cobardía y la locura humanas. Ponía al hombre, intelectualmente, en alguna parte entre las ovejas y el ganado con cuernos y a los héroes algo más abajo que las ratas”.

 

 La Carolita, domingo 7/julio/2013

© Flóbert Zapata, julio de 2013