martes, 19 de febrero de 2013

MI JULIO FLÓREZ. Por Flobert Zapata Arias



Dejando a los que debían gustarme y no me gustaban voy encontrando a los que me gustan: Fernando González Ochoa, Fernando Vallejo, Manuel Zapata Olivella, Gonzalo Arango, Julio Flórez, Raúl Gómez Jattin…
No me convence invariablemente todo, desde luego, los miro con independencia, no nací para súbdito ni ellos para absolutismos. Por ejemplo, González Ochoa se equivocó de lado a lado respecto a  Estados Unidos en Los negroides, donde lo señala como una bendición para Colombia. De  Vallejo descuento su declarado laureanismo. Arango vale hasta antes de los Adangelios, su Obra blanca.
En Julio Flórez hay cosas grandes y hay cosas diminutas, hay lucidez buena y hay falsa lucidez, hay confusión y hay claridad, hay poesía fuerte y poesía oratoria, pero en su obra redonda y sus retazos redondos nadie le puede negar un acierto y un esplendor completamente vigentes y en ciertos momentos más vigentes que en su tiempo al agravarse los carcinomas que toca. De tal tamaño el asunto. Esa redondez se afirma en su matiz contenidista y no en su matiz formalista, este el sospechosa y tenazmente difundido. A veces el contenido y la forma se armonizan de manera sencillamente memorable, entregan un coctel explosivo, el más crítico, y por tanto más valioso, de la poesía colombiana hasta el autor de Obra negra. Sino que lo han deseditado, lo ocultan, lo entregan con mutilaciones, en suma lo prohíben. Corren el riesgo de perderse sus poemas de combate, talvez algunos ya no existan.
A los diesisiete años miró hasta el infinito, desde un lugar distinto del  consultorio y los libros de medicina de su padre, sus primeras manos de sangre, nieve y cadaverina, las de José Asunción Silva, y hasta el cieno sus primeros aplausos en la despedida estrófica que le dedicó en el cementerio.
El Estado católico lo encarceló, lo persiguió con rumores y amenazas de muerte, por lo que vivió con miedo del atentado, hizo a lo largo de su obra fugaces y accesorias concesiones en su escritura para que lo dejaran en paz.
Debió exiliarse en Caracas, recorrió Centroamérica,  llegó a México, en todas partes recibió lo que merece un creador excelso: el aplauso como sonrisa, la sonrisa como lealtad y gratitud. 
Reconocido afuera, blindado por la fama desbocada, no quedaba otro camino que reconocerlo aquí. Aún así abundaron los poetas competidores y los críticos filisteos, esos lectores con cetro, que lo descalificaron por popular, lo humillaron por natural, lo zahirieron por sincero, lo ridiculizaron por genuino y lo calumniaron por decente. Ante está morbilidad guardó silencio, nunca les contestó sus diatribas con diatribas ni sus libelos verbales con libelos verbales.  A  noventa años de su muerte no se han publicado sus obras completas porque descendientes de la misma catadura manejan los presupuestos de las imprentas y porque mentalmente el país dominante es el mismo entre los espejismos multicolores y el consumo.
Los jóvenes lo vitoreaban, querían verlo, estrechar su mano, a las doce de la noche se suspendía el baile para declamar sus poemas, en las mesas de las tabernas cuajaban su nombre y su leyenda, llenó teatros las veces que la autoridad no le cerró las puertas. Su figura significó lo que significaría hoy el rockero colosal que no nos ha llegado.
No tuvo otro dios que el poema ni otra religiosidad que la meditación sobre la muerte pero le hizo a dios las preguntas que no le gustan, una vez metió la palabra nirvana en un verso.
Su mirada de osario dedicó poemas a la carroña, recordó siempre que nuestro final se dirige a la carroña, en la ilusión volvió la carroña a la vida.
Junto a los suicidas renegados Candelario Obeso y José Asunción Silva, no por coincidencia o interés sus amigos, hizo parte del trío rebelde que escandalizó a los petulantes, intocables y pudibundos bogotanos de su tiempo.
Participó en orgías iniciáticas, a parte de su obra el sexo la ahoga igual que los idealismos, al referirse a él se comportó como un mítico raizal, herencia materna azul, aunque por momentos presintió la salida o giró la cabeza. En cuestiones de la relación macho-hembra se equivocó lo suficiente para merecer un pellizco de Florence Thomas.
Vestía de negro hasta el sombrero y el abrigo, no fue vicioso ni irresponsable ni usurero ni explotador ni falso ni doble ni deshonesto ni mal padre ni mal hijo ni mal copartidario ni mal amigo, todo un monstruo.
Amó con fervor a sus hermanos, sus sobrinos, su padre y de manera delirante a su madre. Ya humedecido de realidad sangrienta por la Guerra de los Mil Días vino la muerte de su hermano Leonidas, a causa de las heridas propinadas por los adversarios en un evento callejero democrático de expresión y protesta. Su obra también puede verse como  preparación para el momento de nuevas expiraciones y como catarsis una vez se dieron. No estamos pues ante la lira de un esnobista suprarracional y antihistórico, o de un copista de lo europeo,  sino ante un dolor concreto,  propio y colombiano.
En cada verso suyo late el rigor mortis de una bella muchacha muerta, a la que el amante acaricia sus cabellos fríos con una lágrima oscurecida.
Fustigó las tiranías, no cohonestó nunca con la canalla burocrática, desairó al lucro y el lucro lo desairó.
Los años 1907, 1908 y 1909 los pasó en España, en un cargo diplomático de segunda categoría. La estancia resultó beneficiosa porque en Madrid publicó Fronda lírica y en Barcelona  las amargas y curativas Gotas de ajenjo. ¿Por qué le entregaron esta recompensa sus perseguidores?, ¿por qué la aceptó el antimonárquico Flórez de su majestad Rafael Reyes? La vida se llena cada vez de enigmas. Necesitamos con urgencia su biografía total, ya adelantada con arrojo por su sobrina nieta Gloria Serpa Flórez de Kolbe, porque el tiempo ya ha borrado suficiente y los hombres han ocultado en demasía.
Se han difundido usualmente sólo sus creaciones inofensivas, no las luminarias que despiertan el cielo de los golpeados y los irrecuperables.
Cuando muele la retorica sin humus y nos entrega la música de la conversación o la conversación de la música nos sume en el silencio reconstructivo y el temblor no dicho.
Tuvo el honor inmenso de que el mismo Carlos Gardel cantara uno de sus poemas.
El hombre occidental es un enfermo que no habla de su enfermedad,  Julio Flórez habló por él con valentía y mente superior, en suaves símbolos, a veces de manera directa.
Gozó y sintió la vida como pocos, a pesar del llanto que le arrancaban la barbarie de unos compatriotas y la miseria de otros, porque no obedeció como muchos al tabú que pesa sobre el tema de la muerte y los ataúdes; de extravío acusa al cuerdo el extraviado.
Desmedrado por el hambre bohemia, las incomprensiones y las luchas partidarias rojas en versos y en acción,  terminó en los termales azufrados de Usiacurí buscando salud con poca fortuna. A cambio  encontró allí el consuelo del amor, en una colegiala recién salida de la pubertad a la que desposó en unión libre, que le dio cinco hijos a los que alimentó y abrigó haciendo de administrador y bracero en una finca de su propiedad. Entonces los filisteos de nuevo, le gritaban señor feudal como a Silva le gritaban José Presunción; no le perdonaban su alma lechosa como no le perdonaron a Candelario su piel negra.   
Cansado de la hipocresía social y de las convenciones citadinas de clase se quedó viviendo en la provincia, donde lo terminó de descorazonar el asesinato de Rafael Uribe Uribe, otra causa definitiva de su derrumbamiento.
Pasó sus últimos catorce años en esta población de nombre indígena del norte de Colombia que en la actualidad se sustenta de las artesanías de iraca y de los tradicionales ganado y agricultura, ya secas sus antiguamente concurridas fuentes.
Perdió su última batalla contra el Estado católico, la que sostuvo en las proximidades de su final, reducido a la cama y en pobre uso de sus facultades mentales. Se le hizo saber que por el Concordato sus venerados y naturales esposa e hijos sufrirían la expropiación de su herencia si no se tornaban artificiales. Entonces se confesó,  comulgó, se casó ante cura e hizo bautizar su prole. En pago lo coronaron poeta nacional en el reducido teatro de un terraplén frente a su casa, donde improvisaron un trono al que lo llevaron en hombros improvisados silleteros. Al más liberal de los poetas colombianos, casi desmayado, lo coronó un presidente conservador, no importa cuál, todos se comportan semejante.


Murió de cáncer indefinido en la garganta tres meses después de cumplir los cincuenta y cinco años, veintitrés días después de la coronación.

La Carolita, domingo 17/feb/2013
© Flóbert Zapata, febrero de 2013