martes, 26 de febrero de 2013

Ataúd tallado a mano III. Por Flóbert Zapata




CI
Un cadáver es alguien
que hace una reverencia en la frontera
y nadie la recibe
ni a un lado ni al otro.








































CII
−¿Quién dio muerte a Zapata?
−Él mismo, fue su hazaña.
Se vio morir y estuvo imperturbable,
dicen, en realidad lo subyugaba  el miedo.
Sus últimas palabras:
−Dios no me oyó pues continúa vivo.






































CIII
He conversado con la muerte algunas veces.
Padece de halitosis, usa ropas baratas.
Se muestra incoherente en lo que habla.
Orina agua de mar, en ocasiones
me ha servido de ducha.
Dice que sabe leyes y miente.
Después de media hora se torna predecible.
Habla y habla y se duerme,
se recuesta en tu pecho
y lo llena de dulces.


































CIV
Sobre el nochero pongo los recuerdos de infancia.
Por si de pronto enfermo.
Si me ataca el fracaso ellos me hidratan.
Son también poderosos analgésicos.
Sus efectos sedantes
nadie los pone en duda.
Sirven como veneno
si te encuentras rendido
y decides partir.  



































CV
Motitas de algodón en los oídos:
estás cansado
de oír música alta y de los ecos 
y precisas de un poco de silencio.
Otras motitas, en tu nariz sensible,  
esta vez sola prevención,  
para que no te entre un virus peligroso.
Una espumita encima del labio superior
como si hubieras
bebido una cerveza
con pulso estremecido.
El cuerpo introducido en un misil
que volará a unos metros de la tierra
y se levantará en la soledad,
cuando nadie lo mire.





























CVI
Aviso que voy a saltar.
Aviso que voy a salir.
Aviso que voy a orinar.
Aviso que voy a reír.
Aviso que voy a morir.







































CVII
Ya viejo observo que no amé lo que creía
que amaba de muchacho.
Sólo amé las mujeres  
que tenían algún compatible atributo
con la casa en la que voy a morir.







































CVIII
Me resulta imposible
dormir si hay un cadáver a mi lado.  
Por más que me demuestren que es normal
dormir no puedo 
si sé que hay un cadáver a mi lado.
Sólo si ese cadáver
está dentro de mí puedo dormir. 





































CIX
Creí estar acostado
en la cómoda silla
de un consultorio de odontología.
Estoy en un incómodo ataúd.
En el centro de una sala de velación.
Al menos la anestesia es superior.






































CX
No nos enseñan a morir.
No nos enseñan
a ir muriendo despacio.
A masticar la vida hasta dormirla.








































CXI
Qué pereza, qué frío.
Qué sueño, qué apetito.
Qué implacable deseo
de tocar unos senos.  
Qué perdurables ganas
de no saberme muerto:
luz hecha de gusanos.
Y en otras ocasiones
ni pereza ni frío
ni sueño ni sed ni hambre
ni ganas de estar vivo:
gusano hecho de nubes.
































CXII
Cantan mucho los gallos en mi tierra.
Antes de morir cantan.
Cantan blues con el cuello degollado.
Cantan ahogados en burbujas
cuando oscuros disparos
penetran en sus pechos.
Cantan cuando les cortan
las alas con feroces motosierras.
Cuando les introducen
agujas en los picos y los ojos
o los entregan a hornos o raíces.
Hinchados por el agua,
repiten y repiten las canciones del río.
Si los secuestran cantan.
Y cuando son comidos por los lobos.
Si los entierran,
con mal pegadas lápidas,
no paran de cantar.
Si sus cuerpos no son hallados cantan.
Cantan, cantan y cantan.
No cesan de cantar.























CXIII
La vida, ese animal
cuya nuca no acaba de romperse.
Balbucea infructuosa porque no puede hablar.
No cumple su amenaza
de quedarse en silencio para siempre.







































CXIV
Van dos días y aún no me acostumbro
a llevar ataúdes en mis pies,
a llevar ataúdes en mis manos,
a llevar ataúdes en mi boca,
a llevar ataúdes en mis ojos.
Los olvido debajo de la cama,
se me quedan debajo de una sombra,
en las letras con sangre de una vieja balada.
Morir es una fila de objetos y de sueños
que se demoran en hacerse ajenos.


































CXV
Ellos me moverán.
Primero levemente
y luego con violencia.
Me llamarán a gritos
después de los susurros iniciales.
Continuaré dormido.
Entenderán entonces
que adoptar mi silencio
y mi exacta postura
es la única manera, aunque precaria,
de comunicación.

































CXVI
La muerte perdió un bolso
con algunos cosméticos
y cosas de valor muy secundario,
no pocas inservibles.
Se olvidó del asunto,
era un bolso barato, ya viejo y decadente.
Los hombres lo encontraron
y le pusieron nombre: Paraíso.




































CXVII
Inyectará la muerte sus polvos en tu risa
cuando menos lo esperes.
Es cierto que los dioses juraron protegerte
pero fueron burlados por una fuerza extraña,
reconocen sombríos su impotencia,   
descienden a tu pecho y se suicidan.
Ellos renacerán de los escombros,
a tu pálido rostro
lo cubrirá otro rostro.   



































CXVIII
Nunca tuve tiempo de enfermarme.
Nunca tuve tiempo de esperarme.  
Nunca tuve tiempo de perderme.
Nunca tuve tiempo de morirme.








































CXIX
REANUDACIÓN
Ahora estás en el féretro
tan ausente. Recuerdo
cuando estábamos vivos,
charlando en el café,
también de pronto ausentes:
los espacios en blanco
de la conversación
que sabe ser tranquila.
Comencé a hablar primero.


































CXX
ARROJADO
Violento será el golpe
de la barca en tu cráneo.
Enorme la sorpresa del barquero,
que no esperaba pez
tan grande y con vestido.
No te pedirá excusas
y no podrás decirle
que te deje seguir
tranquilo por el río, ya conforme.


































CXXI
DÍA DE PAGO
La lenta fila de los jubilados.  
De los sobrevivientes.
De los bozos teñidos.
Patria de los que caen uno a uno.
Fulanito no vino,
¿a qué horas se detuvo?,
¿a qué horas el entierro?, ¿dónde la velación?:
lapidarias preguntas
sobre las estaciones diminutas
que son ahora los días.
Vendrá un nuevo reemplazo:
el hueco reparado.
La muerte es buena plomera y muy puntual. 






























CXXII
ARMERO
Cadáveres de un hijo y una madre
flotaban en el río.
Diecisiete años él,
la edad de ella la supones.
Desesperanza y barro
de la cruel avalancha que es la vida.
Abrazados, perdidos,
de una manera que hace recordar
ese fugaz momento
en que el deseo no se parece a la muerte. 

































CXXIII
La muerte entra en tu cuerpo
por un hueco y por otro se retira.
Ingresa por un poro
y se fuga por una cicatriz.
A veces entra con el alimento
y sale con las heces.
Camuflada en un beso.
Con cuchillos o balas.  
En una cirugía. Con palabras.
Se va de mil maneras.  
Con miradas, adioses. Envuelta en una lágrima.
En un caliente sueño.  
Todo lo hace callada.
A veces grita cosas.
Sabe que odias la vida
y te amenaza con permanecer afuera.
Sabe que amas la vida y te amenaza
con quedarse en tu cuerpo y no salir.


























CXXIV
Y cuando te pregunten dónde vives,
no dudes en decir:
−Vivo en el cementerio.
Se burlarán de ti
pero siempre responde: −Vivo en el cementerio.
Sin reticencias dilo,
no importa que se callen.
No dejes, por favor, de responder así.
−Vivo en el cementerio, vivo en el cementerio,
vivo en el cementerio.
Y si no puedes
no digas nada.
Pero siempre que puedas no digas otra cosa:
−Vivo en el cementerio, vivo en el cementerio,
vivo en el cementerio, vivo en el…





























CXXV
Conservarás la carne por un tiempo.
Luego se irán los huesos.
Finalmente los dientes.
Tan brutal todo como una sonrisa.








































CXXVI
Un muerto es un mendigo  y es un dios.
Un mendigo no porque pida
sino porque le dan
sin que pida y no puede negarse a recibir.
Un dios porque ya nadie
puede infringirle daño.






































CXXVII
ECOGRAFÍA
Rodillas encogidas.
Manitos en el pecho.
Mira, es un feto.
Contraído de miedo
desde antes de nacer.
Presiente los dolores que le esperan:
la muerte en caramelos.




































CXXVIII
No más que un mausoleo,
sobre el que estamos todos, es la Tierra:
muertos que caminamos.
Coherentes, humildes,
van algunas especies de riguroso luto.
Lo negro habita en el fondo de todo
si bien lo vemos o se espera un poco
su descomposición. 
Helas ahí:
las baladas del oro,
las vísceras oscuras de la luna,
el perfume que le sobra al deseo…
Difuntos sin memoria, envanecidos,
hacemos los humanos lo contrario:
instituimos cementerios:
ilusión de que estamos  
tan lejos del final como queríamos,
tan cerca del amor como soñábamos.
Pero la Tierra no es más que una gran tumba.
Es todo lo que es.
Debían enterrarnos
en el lugar exacto en que caemos.  
O dejarnos ahí si no estorbamos.  
No pensar en lo eterno,  
ahorrarse los trayectos, los ensueños.  



















CXXIX   
Finalizadas
las honras fúnebres
el ataúd asoma
por la boca del templo.
Como si un dios
se hubiera intoxicado
y lo regurgitara.





































CXXX
En un gran cementerio
busco una tumba.
No sé por qué ni para qué.
Ni cómo. Ni siquiera llevo el mapa de vicios. 
Debo leer despacio una a una las lápidas
hasta que una señal
misteriosa o prosaica lo rebele.
Van cuatro horas perdiéndome.
Presiento cercanía mas no llega.
Salgo del cementerio,
recorro calles, parques y avenidas.
La ciudad me fatiga,
multitud de cadáveres que ni siquiera temo.
Regreso al cementerio.
Me acuesto bocarriba sobre un prado.
Cierro los ojos, duermo.
Pasadas unas horas,
una luz débil brinca de la tierra
y agujerea mis párpados:
me recuerda que no debo buscarme.
























CXXXI
ANIVERSARIO  
También entregan
noches así
los cantos fúnebres:
un día de estos
al desnudarnos
para la muerte
despertaremos
para el deseo.



































CXXXII
Me obedecen los pasos.
Me obedecen las sístoles.
Me obedece la mente.
Me obedece el invierno.
Me obedece la duda.  
Me obedecen los perros.
Me obedece el error.  
Me obedece el vocablo.
Me obedecen los ojos.
Me obedece la risa.
No obedece la muerte. 

































CXXXIII
LA MUERTE
Compradora exigente,
compulsiva, iracunda,  
que busca y busca y busca
la casa de sus sueños
y visita y visita
cuerpos, cuerpos y cuerpos
y ninguno le place
y, rabiosa, los mira y los fulmina.



































CXXXIV
Se pudren los cadáveres
por propia voluntad y agradecidos.
Fue la vida unas cortas vacaciones,
hubo felicidad,
no les faltó la pena
y ha llegado la hora del regreso.
Sienten una profunda gratitud
y no quieren llevarse ni una brizna 
de lo que les fue dado
con generosidad y con locura.


































CXXXV
Un piloto terrible
sacude la avioneta
para que no te duermas,
para que no renuncies a creer
que continúas vivo
y para darte un poco de terror y reír.
Y un ataúd
es la nave en que viajas
y tú eres el piloto y el viajero.  



































CXXXVI
En un enorme ábaco,
cuyas cuentas son cráneos humanos,
Dios hace operaciones aritméticas.
Le faltan muchos cráneos
para poder contar
los sueños y las penas de los hombres.






































CXXXVII
Mi abuela dijo
que los hijos menores
se morían primero que los otros.
Fui el menor de ocho hermanos
y a veces siento arena en mis piñones,
que vinieron, confieso,
imperfectos de fábrica.
Abuela, ¿para cuándo el ascenso a mayor
de la perplejidad y del vacío?
¿Cuándo comenzaré
a ser leve presencia en esta foto
que ahora me toman
con fondo de pared y de tus ojos?































CXXXVIII  
Las cosas dulces son las más posibles.
Dulce es lo que de tanto dolerte no te duele.
Cada vez más lejana
la infancia y no la tocas
por más que hundas las manos en juguetes.
Encuentros con parientes en entierros
y nunca en una fiesta
y nunca en una carta.
El abuelo obstruido en el esófago.
La tía de los celos en la hinchazón del labio,
que por instantes no reconocía a sus hijos.
Primo Gonzalo: no puedo verte
de lo muerto que estás,
dejemos el café para otro día.  






























CXXXIX
EN UNA TUMBA CÁLIDA
Las faltas que cometes
ahora y que serán
la justificación de tu existencia,
cuando pasen los años.
Los instantes robados
al rudo mundo de la hipocresía.
Dulces vicios secretos:
invisible epitafio
de una tumba futura. 


































CXL
Soy ciego, tengo hambre,
doy un traspié y me caigo. 
A los que así sufrimos
debieran eximirnos de vivir.
Soy ciego, tengo hambre, me congelo.
Entro a un restaurante, pido carne.
El recipiente en el que me la sirven,
está hecho de madera
y tiene una forma inusual.
Lo recorren mis dedos:
un bruñido ataúd tallado a mano.  

































CXLI
Un muerto es alguien que no sabe a dónde va,
desea ser llevado
y cree que lo llevan.









































CXLII
CADÁVERES
Mírelos ahí callados
mientras el mundo sangra
y su neutralidad
los eleva a lo estético.







































CXLIII
Al final de la jornada
es todo lo que nos queda:
los huesos de nuestros muertos.
Pero la memoria falla
y olvidamos su presencia:
calcio que se fuga lento.
De pronto no queda nada
del blanco que su existencia
tiraba a nuestro silencio,
porque dulces esperanzas
se han llevado hacia la tierra
lo que tenía de eterno.
Para algo así se preparan
nuestros huesos y tristezas:
todo lo que dejaremos.





























CXLIV
SON MERAS, MERAS GUERRAS
¿Cómo orientarnos?
El planeta se llama Cementerio. 
Los países se llaman Cementerio.
Las ciudades se llaman Cementerio.
Las aldeas se llaman Cementerio.
Las calles y avenidas se llaman Cementerio.
Las montañas, los valles, los ríos y los mares
se llaman Cementerio. 
¿Cómo orientarnos?, ¿cómo?   


































CXLV  
A la calle la invaden de repente:
ataúd y su séquito.
De los que van de luto
ninguno me resulta familiar.
Pregunto por el muerto,
me resulta aun más desconocido.
Peco de ingenuo:  
ese muerto soy yo
con diferente nombre
y con distinto cuerpo.


































CXLVI
Uno aprende a vivir
justo cuando no vale ya la pena.
Cuando las tripas
y la cabeza empiezan a agrietarse
y en dolor se resuelven y en sevicia.
Los sueños se disputan un sitio en el establo
junto al heno podrido y al estiércol.
Al débil apellido no lo canta
una bella muchacha que se ducha.
Y las cartas repiten
y repiten lo mismo hasta la nieve.
Cuando la infancia trae villancicos con hongos.
Se maldice mucho y se acepta
que el engaño posee su pervertido encanto.
La amorosa mascota lo muerde en una pierna  
o le orina la ropa.
Se hizo moda dejar
la vida por sorpresas secundarias.
Un obrero martilla
sobre un férreo muro, y cefalalgia.
La última mujer del universo
vive enseguida del aeropuerto  
y ha preferido el cementerio a mi duda.
Y son las diez y el ocre de la terca mañana
se torna insecticida para pulgas.
Uno aprende a vivir
exactamente dos años después de muerto.

















CXLVII
EXEQUIAS DE ROBERTO VÉLEZ CORREA
Me pregunto nocturnal
si estás inerte o dormido
y todo vuelve a decirme
que estás en clave de cirios.

Al acercarte te alejas.
Silenciándote me pierdo.
¿Meditas? ¿Quedaste en blanco?
¿Aún te llamas Roberto?

Con Carlos Héctor y Orlando
serás luz introvertida.
Ya no te pueden hablar
mis  labios de parafina.

Deja que la vida llame
tu rostro que viene y va. 
No sé cerrar esperanzas.
Las lunas no morirán. 

En tableros de azafrán
rayas ahora tu sino. 
Mentira que te moriste,
sólo te quieres más fijo.

Aquí seguimos subiendo
detrás de virus distintos,
extirpe bajo las piedras
que sueña soles de vidrio.














CXLVIII
DIÁLOGO DE LA FOSA Y EL CADÁVER
Cadáver: Te odio, mas eres mi pariente, ¿sabes qué es un pariente?
Fosa: No, dímelo, por favor.
Cadáver: Un pariente es alguien que devora a sus seres más cercanos antes que a los otros.
Fosa: ¿Me culpas o me entiendes?
Cadáver: Ni lo uno ni lo otro, te oscurezco simplemente al oscurecerme, ¡estómago que come humanos!
Fosa: Eres mi enemigo, ¿sabes qué es un enemigo?
Cadáver: No, dímelo, por favor.
Fosa: Un enemigo es alguien a quien te puedes comer.