miércoles, 18 de junio de 2014

Don Nelson es un caso (crónica). Por Flóbert Zapata

I
Cuando yo vivía en La Carola, dice don Nelson, a un muchacho de la cuadra dos atracadores le cortaron el dedo por robarle un anillo. Para mí siempre cortar es producir una herida pero para don Nelson cortar es amputar. Al muchacho le amputaron el dedo. Como en ese tiempo no había la proliferación de motos de hoy, varios vecinos, entre ellos don Nelson, los persiguieron en bicicleta. Me imagino a don Nelson, tan pequeñito de cuerpo y grande de mente, en una monareta despeñándose por el aire. Los atracadores se descolgaron por barrancos, atravesaron la Avenida del Rio y se subieron a La Asunción, hasta que cometieron el error de desembocar en una bocacalle, donde se ocultaron en el hueco de unas escalas bajas. Los justicieros ya iban a suspender la búsqueda cuando los descubrieron. Lloraban los amputadores, entregaron sus cuchillos, el anillo y la cadena robados, imploraban perdón, que les fue negado. A las ocho de la noche, tres horas después de que la llamaron, llegó la policía y se los llevó.   Ocurrió hace unos doce años.

II
Mi primera casita de maestro de escuela hambreado la tuve en La Castellana, en Neira, adquirida en un remate de juzgado; me ayudó en las averiguaciones Luz. Miriam  C. Recuerdo que el secretario se emputó sin motivo en el proceso, sin duda perdió su coima con un abogado con el que tenía tratos, eso pensé,  se notaba.  Con la venta de esa pagué la mitad de una en La Asunción y el resto dolorosamente al Banco. Uno hace todos los sacrificios para evitar la temible idea de los hijos durmiendo en una acera. Puedo decir que al Banco le dábamos lo de los gusticos y lo de una comida decente, que se volara de aquello que había oído por ahí: Hambre es tener que comer lo mismo todos los días cuando el apetito es diferente. No se trató de la casa ideal, los pobres no pensamos en casas ideales y esas cosas, si alguna vez tuvo la fortuna de saberlo con el tiempo además uno olvida por imposible que tiene el derecho a idealizar una casa, a soñarla. Se trataba de conseguir un metedero  en Manizales, donde me había hecho trasladar con politiquería,  el que pudimos, por el que aprendí que rico es el que vive en la casa que quiere y pobre es el que vive en la casa que puede. El año pasado tenía un valor de unos treinta millones de pesos y el arriendo valía doscientos ochenta mil pesos. Sí, el arriendo, porque nos habíamos ido a vivir a La Carolita, a la casa grande, grande para un pobre, grande dentro de lo pequeño, que nos hicimos pieza a pieza durante nueve años, cuando tuve la fortuna de emplearme en la tarde. Que me desmientan, o que me dismientan, como dice una señora, Carlos y Lina, la pareja con dos hijos pequeños que la ocupaba, que luego se separaron.  Él se consiguió otra y ella se consiguió otro y civilizadamente, sin escándalos él visitaba a sus dos hijos.  Hasta que se tuvieron que ir por una triste razón: dieciséis sujetos acompañados de un perro grande se sentaban sistemáticamente frente a la puerta de la casa a fumar marihuana. Se daban cita puntualmente todos los días a la ocho de la mañana, a las doce del día y a las seis de la tarde. Lina llamaba y nos ponía al tanto de la tragedia de tener que dejar la casa, tan cerquita que le quedaba de su trabajo en la Avenida, no tenía que pagar buseta, se iba a pie, le rendía el tiempo, se le dedicaba más a los hijos, ese el mayor atractivo de sus tres niveles, nivelcitos,  como el mayor inconveniente su ubicación en unas escalas, lo que hacía cargar la pesada pipa de gas y las bolsas del mercado; la sacada de la basura le retorcía a uno los músculos de la cara. En ella vivimos nueve años. Tan grave estaba el problema del incienso que se le arrojaba a los niños que Carlos un día le sacó machete a la banda, finalmente no pudo volver porque lo amenazaron. Llamaba y llamaba Lina a la policía y cuando al fin se presentaron la banda se burló cuanto quiso, como si la policía fingiera, como si los policías no fueran policías sino tontos boyscouts de nueve años. Alguno de un salto se trepaba al techo y se ocultaba detrás del muro de la fachada, más alto ochenta centímetros que las tejas. De no conocer que tragedias semejantes ocurren por todas partes de Manizales cabría pensar en otra insidia al librepensador, aunque esa posibilidad no se descarta. El pequeño sector tiene forma de T acostada. Al final del larguero tuerce el camino y se interrumpe en una manga, lo que lo habilita como ruta de fuga de ladrones ante el asedio y de caleta. Los vecinos han rogado que les permitan aislar el sector de la manga con un muro pero la Alcaldía lo deniega porque se convierte en bocacalle. Justamente esta parte del diálogo fue la que despertó la asociación de don Nelson y lo llevó vertiginoso a la bocacalle de aquel suceso hace doce años, en el que no recuerda si el robado perdió el dedo o se lo pegaron. Pulsa viva la imagen de don Julio, un obrero viejo y decente al que desde la sala veo pasar persiguiendo a un ladrón machete en mano. Pero esa imagen de ayer significa poco comparada con el cuadro de hoy que hizo que su casa, la mía y todas,  se desvalorizaran tanto que no dan ni la mitad de lo que se pide por ellas. Doña Marina la mamá de Lucas, otra vecina, se trasladó al lado de su mamá y arrendó la casa. La convirtieron en olla, el asunto llegó a la Fiscalía, los inquilinos no entregaban, les quitaron la luz y el agua, orinaban en botellas. Cuando por fin la recibió, doña Marina se encontró ante un paisaje de destrozos.  Si pasan hoy por allí, verán el aviso y la casa vacía y en la calle 51D No 18-19 verán a don Nelson haciendo la remodelación de la agostada herencia de mis hijos, trabajo en el que lleva ya dos meses.   

III
Durante la noche del miércoles que pasó robaron la casa, a don Nelson la herramienta, un taladro y tres mazas de demolición y de nuestra propiedad una chipa de cable de luz por valor de 200.000 pesos, con el que se harían las instalaciones y que tocará comprar de nuevo. Fue don Nelson a la Sijín, dejó la capa en la moto y se la robaron, jejeje, por todas partes roban. Allí tiene unos amigos que con allanamientos le ayudarán a recuperar sus cosas, que sospecha en Comuneros. Ayer  pasaría toda la noche en vela posteando a los ladrones. Al sentarme a escribirla titulé esta crónica Don Nelson es un caso pero don Nelson no es un caso, es hasta donde conozco un personaje maravilloso: inteligente, humano, honrado, eficaz, consiente, sincero, todo un dechado de virtudes en una presencia simple, sabia y sin complejos.  El caso es la sociedad en que vivimos, tan loca, tan pervertida, tan atroz, tan estancada.  
(14/mayo/2014)



© Flóbert Zapata, junio de 2014