viernes, 22 de noviembre de 2013

Piel de aguapanela. Por Flóbert Zapata


Estoy hecho de aguapanela, mi piel es de aguapanela, mis huesos son de aguapanela, mi carne es de aguapanela, mi organismo rechaza lo amargo como ningún otro, mi mente busca a los dulces, serenos, honrados, a los piadosos, equitativos y razonables. Puedo comerme un atado de panela perilla sin problemas cuando otros con un pedazo sufrirían un ataque de glucemia. Las pobrezas me negaron total o parcialmente los demás alimentos pero nunca me negaron aguapanela. Jugaba fútbol en la calle desde la salida de la escuela hasta el anochecer, cosa permitida porque la estrechez de la casa hace que nos estorbemos, decía ya vuelvo, paren el partido, no valen los goles y me escapaba a tomar aguapanela, una taza al clima que bajaba por el gaznate en un segundo a reemplazar los líquidos perdidos con el sudor, aun recuerdo la olla de aluminio como un pozo fantástico al que acudía no sólo en la sed sino en el hambre. Por eso escribo este canto a la aguapanela, sencillo como la aguapanela, humilde como la aguapanela, cortés para mí como la aguapanela, sincero, semidesnudo como un atado de panela envuelto en hoja de plátano seca, desprovisto de apariencias y agradecido.

Estoy hecho de arroz mínimamente, el arroz costaba mucho, no se había desarrollado la tecnología de semillas y fertilizantes, no se daba la superproducción de hoy cuando hasta el más pobre se come un plato de arroz lleno y deja. Colocaban dos cucharadas en el plato al lado de simétricas tajadas flacas de plátano maduro y sabíamos que no se podía pedir más. A veces el femenino grito autoritario reclamando el nombre del facineroso que, antes de repartirlo, sacara una cucharada de la  olla sin permiso, el hueco oscuro como prueba categórica sobre la nevada superficie.

La porción de carne de res o cerdo, cuando sucedía, era chiquitica, me gustaba frita, en manteca La Blanca, y seca, por lo que se achiquitaba aun más. Cocida en el zancocho se volvía gris, lamosa, triste, con un aire de cementerio. No estoy más hecho de carne que una guadua.  

No estoy hecho de pescado porque en mi pueblo no había río sino cañadas y sin embargo cogíamos con costales de cabuya peces tan diminutos que prácticamente desaparecían cuando les vaciábamos el vientre con microcirugías de cuchillas Gillette.

Menos estoy hecho de leche pura y queso, esos alimentos extraños a los que sólo pude acceder de grande y a los que nunca me acostumbré. Nada más ajeno en mi infancia que un vaso de leche, cuando Javiei (Mejía, se le decía así porque  pronunciaba la i por la r) me ofreció uno en su casa me pareció simple, de olor extraño y no lo tomé. A veces alcanzaba la fortuna para ponerle a la aguapanela caliente un hilo de leche, como si se tratara de un jarabe medicinal, qué delicia, suelo preparar dicha mezcla para volver a esos pocos momentos claros.

Consumo mucha fruta porque estoy hecho también de fruta. Desplazados, recién huérfanos de padre, brizna de la diminuta isla liberal rodeada de un mar conservador, la patota comandada por mi hermano Fáber se internaba desafiante en las campiñas del egoísmo, robábamos naranjas, mandarinas, zapotes, moras, nuestras las fáciles guayabas de los generosos sarmientos como nuestras las manchosas y moradas caimas colgadas en la manigua, a pedradas caían amarillas madroñas del madroño del parque. Lo que le sobraba a la barriga, en ocasiones aguacates verdes, nos lo metíamos entre los testículos  para evitar al cansado regreso los ojos fisgones y helados de doñas y dones urbanos y rurales dispersos y comunicados como los nudos de una red, cuando no parientes. Alguna vez se oyó la noticia de un desesperado niño ladrón de bananos muerto por un disparo de escopeta. ¡Cuántas huidas con las manos vacías, dejando pelos en el alambrado,  por el acoso de los perros o los caldeados madrazos del dueño de la finca! Porque nunca estuvimos en ellas deduzco que había zonas impenetrables, tenebrosas, señaladas.

El alma está hecha de lo que la mató en la infancia. La vida está hecha de lo que se rebeló a que la mataran. Gracias pequeño comandante Fáber, gracias pequeños milicianos  Gonzalo y Édgar Marín, sin ustedes la infancia hubiera estado hecha sólo de aguapanela y no sé si hubiera bastado.

La Carolita, viernes 23/nov/2013

 

 

© Flóbert Zapata, noviembre de 2013