sábado, 25 de agosto de 2007

LOS CONDES DE BARAJAS EN FILADELFIA

(Sobre mis apellidos y mi nombre)

MIS APELLIDOS
Mi primer apellido siempre me avergonzó por su cercanía atropellada y frontal con zapato, hábitat de la pecueca, manida y remanida en chistes brutales, menosprecios y agresiones. Poco sobre él. De niño podía matar, mas desistía, cuando los insidiosos me decían la sandez pura de “Zapata garrapata”; demasiado cacofonía y mofa juntas.
Al cálido y destacado huilense Jáder Rivera lo invitamos por teléfono, hace unos años, al festival de poesía de Manizales. Lo primero que me manifestó después de saludarme fue su sorpresa de que no fuera negro, tal como se lo había hecho presuponer mi apellido; ¿por Zapata Olivella, Manuel?, ¿por algún compañero de escuela de su Algeciras?
Es fácil en este momento encontrar definiciones de prestigio y de venganza en cualquier Océano (enciclopedia): 1.f. Pieza del freno de los coches que actúa por fricción contra el eje o contra las ruedas. 2. ARQ. Bloque prismático de cimentación de los pilares de hormigón armado. O ir a una expurgación innecesaria, y ridícula si busca vanidad, e interesante finalmente, en “Genealogías de Antioquia y Caldas” de Gabriel Arango Mejía, donde es rastreado su origen.
Provenimos los Zapatas antioqueños de los hermanos Luis y Francisco Zapata de Cárdenas, miembros de una ola tardía de conquistadores españoles, cuyo primer mérito fue participar en los procesos de exterminio de los indios gualies ante de establecerse en Remedios.
Para que les concedieran permiso de venir a Las Indias Occidentales debían demostrar sumisión absoluta al Rey y linaje, por lo cual se presentaron ante el Bachiller Tinoco, teniente de gobernador y justicia mayor de la provincia de León el 9 de junio de 1578: “Francisco Zapata Palencia, vecino de esta Villa de Llerena, digo: que yo me quiero ir a las Indias del mar océano a los Reinos del Perú, con licencia de S. Mgtd., que para ello tengo y para ello me conviene probar quién soy e las demás cualidades que se requieran y han de tener las personas que a los dichos reinos pasaren; y a los testigos que se examinen se les preguntará lo siguiente: 1º- Si me conocen a mí, Francisco Zapata, y si conocieron a Gonzalo de Palencia y a Leonor Álvarez de Alza, difuntos, vecinos que fueron de esta villa, mis padres legítimos. 2º-Si saben que el dicho Gonzalo de Palencia, mi padre, era hijodalgo notorio, de que le fue hecha merced a Gonzalo de Palencia, su padre y a mi abuelo, a los cuales, a mí y a mis hermanos, se nos ha guardado la dicha hidalguía”.
Como prueba madre de estas pretensiones de heredados privilegios mostraron una Real Cédula expedida en Segovia por el rey Enrique IV, el 22 de febrero de 1464: “Por ende, acatando e considerando algunos servicios que vos, Gonzalo de Palencia, hijo de Gonzalo de Ávila, vecinos de la dicha ciudad, me habedes fecho e facedes, e porque sea ennoblecida e decorada e sublimada vuestra persona e linaje (…) os fago e constituyo hijodalgos notorios e de solar conocido, e podais retar e desafiar devengar sueldos, traer armas e insignias, e vos llamar del apellido que quisieredes”.
Afirma Arango Mejía, sin citar la fuente, que el apellido Zapata de Cárdenas era el mismo de los condes de Barajas y de don Luis Zapata Cárdenas, obispo del Nuevo Reino (de quien los genocidas Luis y Francisco se decían sobrinos) y el más ilustre de Villa de Llerena.
Por averiguar el seguramente sorprendente periplo hasta Manizales y luego a Marsella, de donde se dirigió a Arboleda, corregimiento de Pensilvania, en las venas de mi padre, quien lo trasplantó a Filadelfia cuando un pasquín conservador le avisó que se iba o se moría en la llamada “Violencia del cincuenta”.
A partir del momento en que conocí la Revolución Mexicana porto el zapata como un collar maravilloso y henchido de misterio.
El Arias nunca pasó de ser una mancha vaga, leve y neutra en mi identidad. Octavio Escobar, novelista, se coloca siempre el Giraldo para honrar a su mamá. Yo me quito a veces el Arias porque no tengo motivo para dejarlo.


MI NOMBRE
Todos se llamaban Juan Carlos, Gerardo, Alberto, Marco, Miguel, Ángel, Javier, Gustavo... y yo Flóver. No me molestaba pero tampoco me atraía. Normalizaba el asunto que mi hermano se llamara Fáber; sólo de adulto supe que esta voz alemana, posiblemente tomada de los lápices o de alguna herramienta, significaba fábrica. En Internet vi un "Faber Castel", mortales; consuela saber que no se dio en mis progenitores la deglución de la estupidez entera. Me parecía que uno nacía con el nombre y por años no dije nada, fiel también a la endémica aversión a la autocrítica.
Cambiarlo no era opción creada en el mundo en que crecí, fundado en el dogma, fijo e inamovible. Dos lustros después en Neira, por los tiempos de la telenovela La Fiera, Alfonso González reemplazó el suyo por el de Víctor Alfonso, galán cejudo de dicho culebrón.
En el bachillerato mis amigos aprendieron que flor en inglés era flower y a través de burlas bien y mal disimuladas y flacos y gordos sarcasmos me recordaban la cercanía a lo femenino y delicado; el reforzamiento en manos de la atosigante publicidad radial de una famosa loción, “Desert Flower de Shulton”. De ahí en adelante fue casi imposible que alguien que hubiera pasado de quinto primaria dijera o escribiera mi nombre con v y no con w. Sumido en el absurdo machismo de nuestra cultura encontré penosamente una fórmula maquilladora: cambiar la v por la b y agregar t y h finales. Así fue: Floberth; al que luego podé su mudez de falsete barroco: Flóbert. Coincidente con mis lecturas de budismo, hace dos años volví al Flóver pero ya era un problema; tenía que comenzar por cambiar el e-mail y dar explicaciones y todo eso; desistí, Guadalupe desde Madrid asintió sin pestañear.
Siempre habrá un segundo tonto. Un amigo de apellido Vaca, imitándome, comenzó a escribirlo Backha. En sana y amistosa broma le decía: “Por más letras que le cambie siempre se le quedan viendo las tetas”.
Y un tercero, mi pobre hermano en sus últimos años de vida: Faverth.
Cualquiera del mundo y del mundillo literario sabe que Flaubert es el apellido del autor de la francesa novela Madame Bovary, de nombre Gustave o Gustavo.
Curiosamente el destacado escritor pereirano Gustavo Colorado comienza alguna reseña diciendo que con ese nombre venía planillado para ser escritor.
Efrén Hernández, importante poeta mexicano, en una de las ediciones de la feria del libro en Manizales se tornó hilarante al escuchar mi nombre y quería conocerme. Todos sabemos que en esa materia si por aquí llueve por México no escampa. O acaso no recordamos que el país azteca es el que más Coca Cola consume en el mundo, por encima del propio Estados Unidos, que la produce.
En el atrio de la Salamina del 76 había una pobre señora que no sabía qué nombre poner al pequeño que llevaba a bautizar. Socorro Quintero, una amiga, la convenció de que lo pusiera Flóver. Ella tenía otra percepción de mi nombre y yo otra de su afecto.
En un cafetal de la Anserma del 78, en la vereda La Rica, otro Flóver había tallado su nombre en la corteza de un árbol. Como me negaba a creerlo me llevaron a que lo viera con mis propios ojos.
En Manizales, me dicen, hay un exacto homónimo al que sólo le cambia el segundo apellido.
Me trasmitió Juan Pablo Correa (mi odontólogo, historiador y paisano) la crónica que oyó por RCN con motivo de la “Vuelta a Colombia” 2007. Un periodista escogió los cinco nombres más raros entre los ciclistas para preguntarles por su origen. No recuerda los otros pero sí que entre ellos había un Flóber (con b). El tocayo de caballito de acero respondió que sus padres lo tomaron de una radionovela. De paso me contó que un tío de Danilo Castrillón se llamaba Flóver. No necesité anestesia para la calza que me estaba haciendo.

En Pensilvania hay un Flover Cardona Zapata, hijo de una de las dos hermanas de mi padre, de nombre Mary, viuda, octagenaria y con la memoria extraviada por el mal de Alzheimer.

Al ser oídos, los nombres de los sintocayos producen una mezcla de asombro y carcajada. Claro, lejos de su dueño porque en su presencia no representaría menos que una ofensa: el ego hinchado no soporta ser motivo de burla, ¿qué es un asesino sino un payaso herido? Al escribirme con b y t me convertí en uno de ellos. Ahí sí fue imposible hallar otro igual a pesar de la planetaria expectativa. Como todo tiene sus consuelos, me libré de la pesadilla de tantos en este mundo: pasar horas armando una dirección de correo electrónico espontánea para terminar apelando a impersonales guiones y números.
En mi infancia, es decir a principios del sesenta, ya estaba avanzada en mi pueblo la sonámbula sajonización por la vía de las partidas de bautismo (Wadis Echeverri; Jhon Vallejo; Henry, mi hermano mayor; Edelweis Moreno; Wilson Alzate, Darly y Shirley Moreno —Quizá la primera de Darling: querido; en este caso adjetivo sustantivopropiado, por decirlo de alguna manera—) y de los apellidos convertidos en nombres, españolizados o no: Hoover Castaño, Hoover Zuluaga, Wagner Zuluaga (sabemos que Wagner es alemán pero también que el alemán es al inglés lo que el español al portugués), y Federmán Lopez (De Nicolás de Federmán, también teutón, quien en Paraguachóa, privincia de Venezuela, cazó indios para usarlos como cargueros), etc. Ahora es epidemia nacional. Por cualquier lado aparece un Clinton Ramírez, un Tayson Morales, un Rockefeller Asprilla, un Stivenson Carvajal, un Schwarzenegger Caicedo, un Darwin Quintero, un Miller Posada, un Yeferson Pérez, un Jackson Martínez, un Truman Uribe, Un Yordan Martínez… En un salón de clase es difícil a veces encontrar un par de nombres de los de antes. Les queda a los economistas más que a los sociólogos o los lingüistas el análisis. Este avergonzamiento hace más parte de la plusvalía personal y entre países que de otra cosa: los que apenas subsistimos tenemos un rostro demasiado vulnerable; tanto que al final agradecemos si nos cortan la cabeza, ¿qué decir de los condenados a llevar un existencia animal? Había un contemporáneo compañero de escuela que despertaba mi compasión porque se llamaba como mi hermana mayor: Norma. No recuerdo su apellido y que nunca me hubiera burlado de él demuestra que ridiculizar a los demás no es natural en el ser humano.
El pasado septiembre me llegó una especie de tarjeta de UNE (me habían pedido la fecha cuando me afilié a la televisión por cable y pensé que era para un regalo) con motivo de mi cumpleaños: Señora Flóver Zapata…”, empezaba. Cuando forzosamente utilizo canónico mi nombre en documentos, hasta que ven personalmente mi cara siempre sin rasurar y ahora mi bozo, se refieren a mí como mujer y ni siquiera como señorita.
Una tarde octubre de 1967 tocaron a la puerta de madera del salón de primero de la escuela de tapia General Santander y le dijeron algo a doña Noemí Betancur, mi querida profesora de los pellizcos temidos que jamás me pegó uno, quien se dirigió a mí: “Zapata, váyase para la casa que se murió su papá”. Me dijo Zapata porque en ese tiempo a los alumnos no los llamaban por el nombre, excepto que hubiera dos con el mismo apellido. También hubiera podido decirme: “Zapata ya no conocerá el origen de su nombre”.

Manizales, agosto del 2007