martes, 9 de octubre de 2007

LA TIZA QUE RÍE

(LA TIZA QUE RÍE. Anécdotas de alumnos y maestros. 137 páginas. Editorial Manigraf. Manizales, Colombia. 2007. Autor: Flóbert Zapata. Ilustraciones de carátula e interiores: Diego Gómez)


LAS PRIMERAS PÁGINAS

1
A un supervisor de enseñanza primaria le caía muy mal una maestra, por lo que buscó a cualquier precio una justificación para trasladarla castigada a Guarinocito o a Arboleda. Durante una clase que le supervisó a la educadora, no pudo encontrarle fallas en el desempeño, pues ésta se lució y no dio muestras de tener Talón de Aquiles en su oficio. Como quiera que la clase supervisada era de religión y defraudado en su mala fe, el supervisor tuvo la ocurrencia de hacerle una pregunta lo más rebuscada posible: “Profesora, dígame, ¿cuáles fueron las tres veces que lloró nuestro señor Jesucristo?”
La profesora respondió iracunda:
—La primera vez que lloró nuestro señor Jesucristo fue en la muerte de Lázaro, la segunda mientras oraba en el Huerto de los Olivos y la tercera... ¡fue el día que nombraron a un desgraciado como usted de supervisor!

2
Hace algunos años un profesor del Instituto Universitario preguntó a un alumno, en una lección oral, acerca de lo que era una obra póstuma.
—Una obra póstuma —respondió el genio— es aquella que el autor escribe después de muerto.

3
Durante una reunión pedagógica el supervisor remachaba sobre la necesidad de modernizar la enseñanza en todas las dimensiones. En una intervención referente a la metodología un viejo profesor, cansado de escuchar tanto desplante a la pedagogía tradicional, golpeada e incólume, soltó el siguiente ultimátum:
—¡Por mucha cháchara que se hable aquí, definitivamente el mejor de los métodos es el T.T.L. y no me vengan con más cuentos!
—¿Y qué quiere decir T.T.L.? —preguntó un maestro joven y todavía oloroso a práctica docente, que aún no caía en la cuenta sobre el asunto al que se hacía referencia.
—¡Pues TIZA, TABLERO Y LENGUA, compañero! —le contestó el viejo profesor.

4
En la escuela María Auxiliadora de la vereda Armenia, en Neira, el educador Diego Gómez fue protagonista de un hecho por el que estuvo cerca de que lo acusaran en la Inspección Local de Educación. Después de enseñar a sus alumnos de primero la letra "ch", les colocó en calidad de refuerzo didáctico una plana de la frase "Chucho es un borracho" como tarea para la casa. Al día siguiente un alumno le entregó al profesor, por encargo de su madre, una boleta manuscrita de esas que saben mandar los acudientes, que decía: "Profesor, haga el favor de respetar a mi marido, que Chucho no es el único borracho que hay en la vereda".
5
En clase de álgebra, en el Instituto Neira, una alumna hacía un reclamo sobre la nota de la última evaluación al profesor Héctor Eduardo Arroyave.
—¡Profesor, no sea malo, no debería rebajarme tanto por un signo menos! ¡Por un palito, profe!
—¡Por un palito de esos mi tío no fue tía! — le respondió el profesor.

6
La Secretaría de Educación de Caldas envió a un profesor una notificación en la que le comunicaba un traslado, que resultó ser inconsulto y desventajoso. El aludido respondió a vuelta de correo: "No acepto traslado". A los pocos días le llegó la contrarrespuesta: "Infórmasele destitución del cargo". El sancionado, con la más fina ironía, respondió con un nuevo telegrama: "No acepto traslado, menos voy a aceptar destitución". Luego llamó al sindicato y concertó una cita para que lo asesoraran en su defensa.

7
Liceo Isabel la Católica. Manizales. 1989. Clase de inglés. La profesora Marta Lucía Uchima explica a sus alumnas el enlace entre las lenguas y ciertas actividades humanas.
—El idioma de los negocios es el inglés, el idioma de la literatura es el español, el idioma de la música es el italiano.
Luego añade:
—Quiero que alguien me diga ¿cuál es el idioma del amor?
Sin ni siquiera levantar la mano para pedir la palabra, una alumna responde con desbocada exaltación:
—¡Los besos, profesora!
Hay un viejo mito que considera al francés como el idioma del amor. También falso, también interesante.

8
A don Emilio Gártner Ospina, maestro riosuceño de la extirpe de Li Po, de Kheyyam, de Malcolm Lowry, de Poe, lo cita la Secretaría de Educación Departamental para que decida si "se queda con el trago o con el magisterio".
—Me quedo —responde— con el magisterio porque da trago, en cambio el trago no da magisterio.
9
Salamina. 1975. Escuela Mercedes Ábrego. Tema: La gallina. Clase: Ciencias Naturales. Una alumna le preguntó a la practicante de la Normal María Escolástica que dictaba la clase:
—Señorita, ¿por qué la gallina levanta la cabeza y mira al cielo después de tomar agua?
La practicante, en una suerte de arrebato teológico respondió:
—¡Para darle gracias a Dios niña, para darle gracias a Dios por el favor recibido!
La maestra consejera cayó en cuenta del despropósito de la practicante, suspendió la clase (la suspensión de una clase era castigo gravísimo para el alumno-maestro y podía ocasionarle la pérdida de la práctica y aun del curso) y entró a hacer las aclaraciones del caso.

10
En clase de aritmética de segundo primaria un profesor apeló a la imaginación para armar un problema de suma. Al azar señaló a un niño y le indicó que saliera al frente.
—Su papá —le dijo— compra tres atados de panela el lunes, el martes compra dos atados y el viernes compra un atado. ¿Cuántos atados compró por todos?
El niño, en lugar de responder, irrumpió en un llanto profuso e incontrolable. Después de varios intentos fracasados el profesor logró calmarlo y hablar con él.
—Cuéntame, ¿por qué llorabas? —le dijo con cariño.
El niño, seducido por la confianza, soltó la siguiente confesión:
—Es que mi papá hace dos meses que no lleva mercado a la casa porque está sin trabajo.

11
Una profesora que, se sospecha, andaba explicando "El modernismo", envió a una alumna rumbo a la biblioteca.
—Dígale a la bibliotecaria que si hace el favor de prestarme un libro de Rubén Darío.
La bibliotecaria devolvió a la niña con la siguiente respuesta:
—Dígale a la profesora que con mucho gusto le presto el libro pero que me mande los apellidos para poder buscarlo.

12
El siguiente es un aparatoso procedimiento de inducción tradicional observado en una escuela de Manizales.
Maestra: (Mostrando una naranja madura y jugosa sostenida en lo alto por su mano izquierda) A ver niños, ¿qué es esto?
Alumno 1: (Después de levantar la mano y de que se le ordenara hablar) ¡Una naranja, profesora!
Maestra: ¡No está ni tibio! (Silencio).
Alumno 2: ¡Una fruta!
Maestra: ¡Está mejor! (Expectativa).
Alumno 3: ¡Un vegetal!
Maestra: ¡Mejor todavía!
Alumno 4: ¡Un objeto!
Maestra: ¡Vamos acercándonos! (Sonríe).
(Más silencio. Curiosidad. Ningún alumno levanta la mano. La naranja sigue sobre la mano izquierda de la maestra).
Maestra: (Al ver que pasan los minutos y nadie se atreve. Con un gesto entre la sabiduría y la perplejidad) ¡Esto que tengo en mi mano izquierda es un SUSTANTIVO COMÚN!

13
Don Azarías G., rector por entonces del Instituto Neira Nocturno, entró una vez a la sede de EDUCAL, cuando quedaba próxima al parque Caldas, en busca de su hijo Hugo, quien fue directivo de esa entidad en 1987. Los cuadros de líderes mundiales de izquierda fueron el foco de su atención matizada de extrañeza y curiosidad.
—¿Quién es ese barbudo parecido a Rabindranath Tagore? —preguntó don Azarías con su voz amellada por los años.
—Ese es Carlos Marx, don Azarías —le contestó el desaparecido Héctor Julio Ortiz, por aquel tiempo presidente del sindicato, que lo seguía con la mirada.
—¿Y este bozoebrocha vestido de militar?
—José Stalin.
—¿Y ese gordito frentón?
—Mao Tse Tung.
—¿Y ese chiverudo frentipelao?
—Lenin.
Don Azarías frunció el ceño, recorrió el mentón con la palma de la mano y retirándose en busca de un tinto hacia la greca, que estaba en una especie de salita contigua en la parte trasera, comentó mientras se alejaba:
—Oíste, ¿y esos qué tienen que ver con la educación?

14
En el Liceo Arquidiocesano de Nuestra Señora, en un examen escrito de filosofía, el profesor pregunta:
—¿Quién es el autor de la frase "Sólo sé que nada sé"?
Un estudiante responde:
—Sólo sé que no lo sé.

15
Un incompetente profesor de inglés, que sabía más bien pocón pocón de la materia, justificaba sus deficiencias ocasionalmente descubiertas diciendo que ese tema lo verían en el futuro. Cada vez que un alumno le lanzaba una pregunta que no sabía responder, contestaba:
—¡No se me adelante joven, no se me adelante!

16
Solidarios y ansiosos alumnos del Instituto Tecnológico, acuden en grupo al profesor de Primeros Auxilios para que socorra a un compañero que se quebró una mano mientras jugaban un partido de microfútbol. El profesor, bachiller, novato en la materia y que apenas sabía lo que había aprendido en el incipiente programa de estudio, responde:
—Qué pena muchachos pero no puedo ayudarlos, apenas voy en quemaduras.

17
En una encuesta para educadores de secundaria realizada por el profesor Rodrigo R., en la Facultad de Educación de la Universidad de Caldas en 1986, se observó cierta curiosa contradicción de fondo entre las dos preguntas siguientes y sus respectivos resultados finales:
—¿Se siente usted realizado como profesor?
Sí..... 98% No..... 2%
—¿Le gustaría que un hijo suyo fuera profesor?
Sí..... 1% No..... 99%

18
Un médico enamorado de la educación, que terminó de profesor de Educación Sexual, hacía evaluación sobre el tema de los órganos genitales masculinos.
—Niña, ¿cuántos centímetros mide el pene? —preguntó a la alumna que estaba al frente.
—Treinta y cinco centímetros —respondió la niña asustada.
—Siéntese y no se haga ilusiones niña —cerró el profesor.
19
Los superlativos no dejan de ser un asunto difícil de dominar, sobre todo para quienes, alejados de la academia, dejan todo a la inventiva personal. En una clase de español de grado octavo la profesora realiza una pregunta dirigida sobre el tema.
—Sandra Liliana, hágame el favor y me dice ¿cuál es el superlativo de "flaco"?
—¡Langaruto! —contesta la alumna.
El superlativo de "flaco" es "muy flaco", "flaquísimo".

20
Mi profesor de quinto de primaria en la Escuela General Santander, de Filadelfia, en la desesperanza de los guayabos padecía feroces ataques de sueño. Mínimo tres veces por semana llegaba amanecido y moribundo. Pero tenía sus recursos. Apenas el ataque de sueño era inminente, escribía una frase en el tablero para que los alumnos llenáramos con ella un número indefinido de planas con el fin de mejorar (explicaba) la caligrafía: "Tienen que mejorar la letra muchachos o sino no les dan empleo en ninguna parte cuando estén grandes". Después se iba al escritorio, sacaba unos billetes de su bolsillo, seleccionaba uno verdeamarillo de cinco pesos, (suficiente para seis gaseosas y cuatro roscas de pandequeso grandes como llantas de bicicleta), lo agitaba en el aire y lo colocaba bien visible en el escritorio al tiempo que decía:
—Esta platica es para el último que acabe.
Y se hundía en una siesta de la que lo rescatábamos cuando sonaba la campana para el recreo.

21
Una buena parte de los estudiantes de los colegios nocturnos trabaja durante el día, de manera que las clases suelen ser una convención de bostezos. A veces la atmósfera es tan pesada que el maestro debe resignar sus esperanzas de espantar el sueño. En el nocturno del barrio La Asunción, el profesor les recomienda a unos alumnos de grado décimo que bostezan en demasía:
—Los que quieran dormir recuesten la cabeza sobre el pupitre y se duermen, pero me hacen el favor de roncar pasito para que no despierten a los otros.

PALABRAS INTRODUCTORIAS

Estas anécdotas fueron recogidas a lo largo de veinte años en tomadas de tinto, bebetas, conversaciones en salas de profesores y pasillos. Su mérito mayor: la paciencia. Quizá también su encarnación simple de un testimonio que llama a escribir, a superar la tradición oral en la que estamos anclados, a hacernos tema del pensamiento y del arte, a ser más autorretratistas que retratados, más sujetos que objetos.
Ahora que las publico, escribo en computador; cuando comencé lo hacía en máquina Brother portátil, manual, en la que cada equivocación era una pesadilla.
Fui impulsado a este proyecto más por el deseo de comunicación y de memoria que por la intención estética, sin que esto sea una disculpa para un texto al que, si no me gustara, no me hubiera tomado la molestia de sustraer de la paz de las carpetas.
Luego uno descubre, creo, que estética es la comunicación capaz de crear memoria.
Su número no hubiera crecido tanto de no ser porque, publicadas algunas en el periódico Centenario de Villamaría o en el Correo Pedagógico de EDUCAL —su espacio natural— , muchos maestros se me acercaron a donarme las suyas.
En la mayoría de ocasiones no tuve la precaución de registrar quién me las había transmitido y ahora no podría hacer una lista de reconocimientos sin caer en imperdonables olvidos. No pocos de ellos me decían: “Se la cuento con la condición de que no diga que yo se la conté”.
Algunos relatores cambiaron u ocultaron los nombres propios de los actores para protegerlos, otros sencillamente los habían olvidado o no los conocían por haber sido depositarios de la tradición oral; igual balance para restantes aspectos, bien esenciales o secundarios.
No faltaron los que mostraron interés sólo en la risa, la sonrisa o la ironía y consideraron las circunstancias y los detalles algo prescindible.
Todo esto explica que muchas anécdotas vayan sin mayor información concreta y que a otras haya habido que situarlas en espacios y nombres imaginarios.
Para proteger a sus portadores o para evitar consecuencias problemáticas, a algunos nombres se les deja con las iniciales o se les cambia o varía.
Por razones semejantes se han operado canjes de lugares.
Las que involucran a Abel Agudelo, Alfonso Palacio, “don Chucho” y Milton Botero, fueron reescritas a partir de las que rodaron de voz en voz o de papel en papel en 1994, con motivo de la celebración de los 80 años de fundación del Instituto Universitario. Dejarlas por fuera de una publicación tan inusual y especializada como ésta, no hubiera resultado justo. Transcribirlas no me excluía de un juicio por lesa comodidad. Así que les di los matices y les puse los aditivos que para ellas quería y desarrollé sus discursos de acuerdo con mis ritmos interiores.
Una vez Jaime Bedoya Martínez dijo de estas anécdotas que eran minicuentos. Me parecían mejor microcrónicas.
En cualquier caso vergonzantes por subliteratura y por su menudez.
Entonces yo no había podido sumergirme en la convicción de que una de las más genuinas literaturas nace en lo propio, lo cercano y lo intrascendente.
Mezcla de ambos, creo ahora, después de haberme hundido en la selva de los géneros.
Había perdido la fe en la ficción súbita desde que publiqué “La bestia danzante” y todo lo que recibí fue silencio, excepto por una mención de Roberto Vélez Correa, una completa reseña de Orlando Mejía Rivera y un elogio no escrito de Carlos Héctor Trejos.
Rubén Darío Galeano les da a los caldenses una alegría que deberían darle otros: llamarlos y editarlos. El valor más en lo primero que en lo segundo: por sobre el tiraje (corto) y la distribución (demasiado para la buena voluntad), se agradece el símbolo, unido al coro para cantar que hay esperanza.
Bien, Manigraf me ofreció una mañana sacar a la luz una obra inédita.
¿Para qué? Fue la primera pregunta que me hice, en el intento de transición de la decepción al budismo que es mi vida ahora, conciente de que allí tampoco está el optimismo, a la manera como lo vemos en Occidente, y sin pretender hacerme monje. Sabiendo que cada felicidad literaria es un satori.
Felicidad literaria: que lo que uno escribe no deje la sensación de falta de rigor o de pasión.
Como no hay medios dignos de distribución, los libros terminan en una caja más debajo de alguna cama. Además de esto los colombianos no leemos y si leemos no compramos; pedir prestado es tradición.
En materia de preferencias, nos inclinamos por los nombres engrandecidos por la publicidad en vez de los discretos de los autores regionales, que podrían serlo menos sin el abandono general que padecen, tan espontáneo que sin duda es programado.
¿Para qué, finalmente? Para acceder al encanto de ver la bruma inherente de la vida, y el mínimo fulgor que la atraviesa, convertidos en uno de los objetos más maravillosos que haya creado el hombre: el libro.
Hoy en el bando opuesto al de otros siglos, supérstite resistencia frente a un mundo materializado y enloquecido por el poder y el dinero, que nos dice que si no tenemos posesiones costosas o no salimos en los mass media no existimos.
¿Cuál?, fue la siguiente pregunta.
Se respondió sola.
Octavio Escobar me llamó una noche para decirme que me había sido enviado un libro en el que incluían un minicuento mío, en magnífica edición: “El maestro en cuentos”.
Luego Harold Krémer opinó en un correo electrónico que unos minicuentos que me había pedido eran “impecables” y seleccionó uno para incluirlo en una antología a editar por una universidad nacional y la UNAM de México.
A estas dos circunstancias les agradezco la reapertura de ánimo que me permitió volver a la confianza en lo efímero y desempolvar “La tiza que ríe”, trabajarlo y entregarlo a ustedes.
Fue una tarea dura porque había que revisar, entiéndase crear de nuevo, cosas escritas desde hace varios lustros.
A algunos escritores de Caldas nos acusan de que escribimos mucho porque publicamos regularmente, mientras a nadie se le ocurriría censurar a los ingenieros porque construyen barrios enteros. Esto sólo por mencionar las críticas eufemísticas, que son las menos. La envidia, el recelo, la insolidaridad, rondan demencialmente este universo lo mismo que cualquier otro.
Detrás de un libro hay todo tipo de penalidades, que nadie observa y el autor mismo tiende a olvidar. Recuérdese el momento en que se escribe una carta para una institución o un banco. Cuánta energía. De ese esfuerzo, de esa concentración, está hecho cada renglón de una obra. Más de sudor que de inspiración. Más del lento espíritu del coleccionista de cosas sin valor que de la vertiginosa y despiadada propulsión —y compulsión— de la competencia. Sabiendo de antemano que no habrá recompensa. Y acaso sí ofensas y burlas, aun en contenidos pretendidamente poco graves como el que nos ocupa.
O tal vez por ello: quemar los complejos y las taras impuestas o heredadas, continuar la memoria, reivindicar lo mínimo, defender el derecho a la levitación.
A las anécdotas propiamente dichas las he acompañado de ideas y retazos biográficos que tocan de una manera u otra la educación, todos pertenecientes a personajes célebres. Uno a uno fueron extractados de mis lecturas con vocación de minero.
No fue posible compartir “La tiza que ríe” por entregas: “Centenario” desapareció, “El correo pedagógico” presentaba con frecuencia problemas de espacio. No le quedó otro camino que darse todo de una vez.
Estoy listo para arrancar con una segunda colección si esta vez se diera la respuesta de extroversión de tiempo atrás.
En sus manos, amable lector, esta propuesta de conversación, en una época en la que no tenemos tiempo para escuchar ni para ser escuchados y en la que la tecnología nos ha arrancado la voz.
F. Z. A.

DE PADRES Y PADRASTROS

“La tiza que ríe” es un libro eminentemente educativo. Por ello mandé sendas ofertas escritas adjuntando ejemplar del libro a las Secretarías de Educación Municipal y Departamental.
Con cartas llenas de abogadurías y/o tecnicismos (pues no hubieran necesitado tales despliegues de jurisprudencia para negar algo tan pequeño a un ser sin poder) dijeron no poder comprar ni un ejemplar, ellos que todo lo pueden, incluso, sobre todo, no comprar ningún ejemplar del libro de un maestro.
La Departamental devolvió el libro, la Municipal no.
Un poquito de semiología casera: la que lo devolvió es honrada y la otra no; o bien, la que lo devolvió se interesó, la otra se comportó tan insensible que ni le quitó el celofán.
En cambio en las bibliotecas de los colegios y escuelas vemos decenas de un mismo ejemplar de publicaciones adquiridas por las Secretarías y remitidas allí luego. Pocas de ellas sobre educación, casi ninguna escrita por un maestro.
Algunos padres sólo sirven para castigar. Ni se diga de los padrastros.