viernes, 15 de agosto de 2008

LIBRETA DE APUNTES


CONVERSACIÓN EN LA MONTAÑA
¿Me preguntas por qué habito

en estas verdes colinas?
Yo sonrío. No hay palabras para expresar
el sosiego de mi corazón.
¡Que fascinante la flor del melocotón
arrastrada por la corriente del agua!
Aquí vivo en otro reino
más allá del mundo de los hombres.

EL FONTANERO
Como volando
llega el fontanero

Con sus llaves
abre cierra
afloja y aprieta
mientras canta

De pronto
suspende la melodía
para decirnos
cuáles son las hembras
y cuáles son los machos
del hormiguero
que se inunda.

Al occidental lo desvela la vida de la ciudad, áspera y domesticada materia, mezcla de hierro y carbono, eco de su ascenso o su descenso, dependiendo del punto de vista desde el que se mire. El oriental nacido de la combinación de la india especulativa y el taoísmo concentrador anhela la vida en el verde campo, el blando jade, la fuente del té, y aun forzado a la ciudad nunca dejará de ser animado por una conciencia natural y naturalista. ¿Por qué? Porque allí encuentra sosiego. No va a la tierra original para ponerla a producir dinero. Ni para extasiarse. Va para alimentarse con su belleza, de una manera sabia y paradójica hasta el infinito: preparándose para volver a ella. No son las “Memorias sobre el cultivo del maíz”, gratitud por los favores recibidos, es la contemplación pura y recuperada, ponerse frente a un espejo que sólo reflejará raíces. Para estar lejos del mundo de los hombres, esos seres que corren y acumulan, que se devoran a sí mismos y se arrancan desesperados los cabellos, anhela el verde campo. Verificada la autoinsuficiencia, no hay respuestas para ninguna pregunta y cada inquietud, por tanto, resulta impertinente: ha lugar el silencio. La simple soledad, por su parte, apaga las tensiones, las expectativas excepcionales y las vulgares y hace aparecer superflua toda preocupación o ansiedad, incluso las graves de la enfermedad y la muerte.

Conciencia técnica, automatismo científico, en el fontanero, al lado de la naturaleza imbuida de fuerza y magnanimidad, esta vez desde las criaturas pequeñas. Visita el campo a la encementada y encementadora ciudad, a la muchedumbre de carne, huesos y acero, y agujerea lento su embriaguez materialista y su laberinto perseguido. ¿En qué no se parece el hormiguero que padece el tsunami artificial al melocotón que ha caído a la corriente desde el árbol orillero? En que las especies que nadan, caminan o vuelan deben aprender a sobrevivir a la segunda naturaleza o se extinguen. El fontanero enseña a diferenciar los machos de las hembras como si no influyera con ese gesto inmanente en el destino del universo, al modo de la vivencia oblicua o el efecto mariposa. El poeta arrobado frente al devenir, el caos, la fuerza regenerante y generatriz, la formación, la transformación y la deformación, todo en un instante, que para el invidente de ojos sanos sería pérdida de tiempo y traición a los relojes, realiza de magnífica manera, con lirismo contrario a la simetría, dinámica de cañada entre guaduales vírgenes, vuelta al exclusivismo de los instintos de supervivencia y reproducción, lo que dice Michaux de la poesía china: que es tan delicada que jamás hospeda una idea.

Estos poemas pertenecen a Li Po, Poeta chino de la Dinastía T'ang(618-906) y a Gustavo Adolfo Garcés, poeta colombiano nacido en 1957, pero cualquiera de los dos podría firmar uno u otro. La clave ostensible de las llaves que aflojan y aprietan nos dicen sin embargo que el segundo fue el escrito por el contemporáneo y antioqueño heredero del idioma de Cervantes.

De la mejor manera zen Garcés con este poema, representativo de su obra, central en la antología que recientemente publicaron la Universidad Externado y El Mal pensante en la colección “Libros por centavos” bajo el título “Libreta de apuntes”, pone granos de arena en vez de aceite en la desbocada y egótica piñonería de la percepción occidental. Invita a escuchar la campanilla, comparte el “Himno de la victoria”, exhorta con Wittgenstein: “No pienses, mira”, porque entiende con Thomas Merton que “Nosotros los occidentales, habituados a una tradición de obcecada practicidad egocéntrica, movilizados enteramente hacia el uso y la manipulación de todo lo que nos rodea, pasamos siempre de una cosa a otra, de la causa al efecto, de lo primero a lo segundo y de aquí a lo último y luego volvemos a lo primero. Todas las cosas señalan hacia otras cosas, y he aquí que jamás nos detenemos en un punto, porque no podemos: tan pronto como hacemos una pausa, la escalera mecánica llega al fin de su trayecto y debemos descender, para buscar otra escalera mecánica. A nada se le permite ser, simplemente, sí mismo, y significar sólo eso: todo debe implicar misteriosamente a otra cosa (Los deseos y el viento ISBN: 84-473-21918-8 p.69)”. El fontanero deja de cantar y el mundo se derrite, la rutina desaparece, la compasión se arrincona, las ambiciones llegan a su fin, las responsabilidades se congelan, la conciencia huye, el asombro comienza a llevar al lector en su marea y él cierra los ojos.