martes, 26 de febrero de 2013
Ataúd tallado a mano I. Por Flóbert Zapata
Me parece a veces que nosotros, en
vez de vivir juntos, tendríamos tranquilamente que acostarnos juntos para
morir.
Franz Kafka
Cartas a Milena
“SUB SPECIE
AETERNI”
A: “Cada vez te
alejas más rápidamente de los que viven. Pronto te borrarán de sus listas”. B:
“Es el único medio para tener parte en el privilegio de los muertos”. A: “¿En
qué privilegio?” B: “El de ya no morir”.
Federico
Nietzsche
La muerte es el
último tabú.
Timoty Leary
I
Siempre dormí muy
mal.
Después de muerto
seguro seguiré
durmiendo mal.
Seré un mal muerto.
Un muerto fatigado.
Nada me preocupa de
la muerte,
excepto esta
certeza
de que voy a seguir
durmiendo mal.
II
INFARTO
Nos entregan la muerte a pedacitos.
No queda otro camino
que recibir la muerte a pedacitos.
Pedacitos de hoy en codicia y afanes.
Pedacitos de ayer
en genes de fatiga y de terror.
Mañana en pedacitos siempre azules
con un fondo de piano y de promesas.
Pedacitos dinámicos: meditas en el fin.
Pedacitos estáticos:
foto del padre muerto que sonríe.
Pedacitos con cáncer: ¿por qué a mí?
Pedacitos noticias: la muerte de un amigo.
Pedacitos ardientes de lujuria o dinero.
Pedacitos de amor. Pedacitos de gloria.
Nos entregan la muerte a pedacitos
y a veces nos la entregan toda junta.
III
Afuera autos
lujosos.
Familia, amigos,
vecinos y
allegados,
tan ricos como el rico
que en cuestión de
minutos
estará en lo
profundo del sepulcro.
El llanto
corresponde
con igual dignidad
a la opulencia
que el muerto tuvo en
vida.
En una tumba,
lejos, recostado,
sin llorar, sin
hablar, sin maldecir,
hay un pariente
pobre.
Ha empezado a
llover:
¿gratitud o
venganza?,
¿perdón o
indiferencia?
IV
Alguna tarde
te preguntan por lo qué es el amor,
una tarde de manos
de enfermera,
y no puedes decir
nada distinto:
escoger para el
otro
las mejores
cenizas.
V
ARROJADO EN EL
MONTE
Gallinazo que
rondas
mi cuerpo y vas y
vienes sobre el día.
Gallinazo, es mi
cuerpo para ti:
anuncias que el
olvido se avecina.
Recibe tu salario,
mensajero:
por una vez la vida
se detiene.
Emprende tu trabajo
de limpieza,
el festín esperado,
sin saber de los besos
que me arrancas;
sin saber de los
sueños
que en la piel
fueron frutas infinitas;
de miedos y
esperanzas, de las penas,
de luchas que
nacieron en lo negro:
ascendí a lo
sagrado.
Rey de los
gallinazos, impaciente,
muerde, ingiere y concurra
tu bandada
a acabar en
segundos
una vida pequeña
que lamió eternidad.
En nada te pareces
a los fieros humanos:
te devoran despacio,
esperan unos días, te
conservan,
y entonces se
reparten tu pasado
para matarlo a
solas cada uno.
Ya sé que soy su cena,
procedan, descuarticen, traguen.
Duele igual,
gallinazos, pero al menos
sólo el instinto
puro nos reúne,
sin las hipocresías
de los hombres,
sin picos y sin garras
invisibles,
sin sus voraces
cielos de mentira.
VI
Previo a morirse,
hay que tomar
algunas precauciones.
Por ejemplo, apagar
con especial cuidado
el último cigarro
que te fumes.
Aprovisionar queso,
jamón, pan fresco y
leche en la despensa,
hablarán de tu
orden
y de tu
inteligencia previsiva.
Poner doble cerrojo
a puertas y ventanas,
dejar algún dinero
en efectivo
en un lugar visible,
entregar dos o tres
consejos, darán fe
de que no siempre
fuiste masticador de nubes.
Infaltable el
elenco de instrucciones
sobre aquellos
asuntos, también los no resueltos,
de mayor gravedad
en esta vida
y que pueden tener
relación con la otra
en un momento dado.
Lejano es donde vas
y todo debe
quedar en total
orden:
poco podrías hacer
si algo pasara.
No muy seguro
de que un día regreses,
conviene finalmente
dejar todo
dispuesto, por si acaso.
VII
En ese instante
justo,
de infinito
silencio
—obstinada
insistencia
del calor en lo
triste—,
después de los
discursos
en honor del
cadáver y sus glorias,
un bebé de seis
meses
bosteza y se devora
a todo el mundo.
VIII
Tan cruel la vanidad,
tan amarga la envidia.
Y mirar lo que
somos:
huesitos con
recuerdos.
Huesitos en joyeros
de forma tan sencilla,
que más tarde serán
huesitos sin recuerdos.
Que más tarde serán
−en documentos tristes,
ocultos, oxidados−
recuerdos sin
huesitos.
Que luego serán nada.
Eso somos no más.
Recuerdos que se
acuestan.
Huesitos
trasplantados
a cajas de madera
y luego a cofrecitos
de la tierra.
Huesitos con
memoria.
Nada más nuestra
esencia,
envidia cruel y
vanidad amarga.
IX
Tenía quince años.
Era decente,
limpia, capaz de la bondad
como ahora
eficiente en esto de morir.
Rodea el ataúd
una aglomeración de
uniformes azules,
igual si se tratara
de púrpuras o verdes:
la juventud le
impone
color al duro
trance que trae cada día.
Llueve afuera del
templo, adentro hace calor.
El sacerdote mira
a un profesor que
espera, con papeles
en mano, corbata y vestido.
Pronuncia grave
un discurso
inundado de adjetivos.
No la proclama alumna
de la espera
ni menciona tampoco
el lento
aprendizaje
de la inmovilidad.
X
Escucho sus
piadosas oraciones,
siento caer las
lágrimas
sinceras y entrañables.
Elogian mi pasado
y me hacen tan
feliz.
No descreí jamás de
sus limpias miradas:
fui un derrotado
bueno.
Nítido llega el amor
hasta aquí:
acústica sin
lógica,
como todo misterio
finalmente.
El sellado ataúd me
da la soledad
que no me dio la
vida:
dulce y sereno el
lúgubre concierto,
taciturnas, serenas
reuniones,
hipocresías suaves,
miseria contenida.
Agradezco la forma
en que vivimos:
los ácidos afanes
que nos perdían siempre;
la inexpresividad,
ahora fugitiva,
cuando palabras somos
y no manifestarlas
equivale
a maldecir las piedras
en vez de acariciarlas.
Este duro contraste
de música y silencio,
de sumisión y
olvido,
me hace entrega
total de la pureza,
que ahora me subyuga
casi hasta el infortunio.
XI
Si hubiese conocido
la hora de mi muerte
me hubiera
emborrachado antes de que llegara.
No van con el final
conversaciones
serias y profundas,
no hay lugar para edictos
o sentencias.
Le hubiera dicho
cosas duras, que la ofendieran.
Hubiera vomitado sobre
su viejo calcio.
Con la propia
botella le hubiera roto el cráneo.
De su guadaña
hubiera hecho hebillas.
Pero la loca muerte
me sorprendió a mansalva
ayer martes, mitad
del mes más largo,
once de la mañana.
Bastó con que
oprimiera por menos de un segundo
mi cansado
miocardio con su índice.
XII
No sé ustedes,
colegas que todavía caminan.
Yo esperaba la
muerte entre paisajes góticos
y escalofriantes choques
de sombras y relámpagos,
con un fondo de llantos
de bebés escaldados
y lamentos de
fieras,
y aullidos
demenciales de seres de ultratumba.
Debía haber
temblado:
traqueteo de huesos
viniendo hasta mí
lentos, impasibles.
Su guadaña mohosa
debió arrancarme
lágrimas.
¿Y qué creen amigos?
La muerte para mí
fue una muchacha bella
lamiéndose los
labios lujuriosa,
sexo rojo y abierto
como si no bastara
lo vivido.
XIII
Por favor una silla,
en vez de un ataúd,
y una canción flamenca,
que me hagan
recordar la esclavitud
de viajar por la
fuerza,
a cambio de la
ronca
convención de
cigarras de sus rezos.
Y una danza,
cualquiera,
de mujeres desnudas
y senos opulentos:
mi Aqueronte de
leche.
XIV
Todo está tan vacío.
Se ha ido la ciudad
de cacería.
Los elementos se
han vestido de fantasma:
mi única referencia
en el oscuro hueco
en el que soy
bacteria congelada.
¿A dónde viajaré en
este vehículo
que no tiene motores
ni volante?
Su frágil y pequeño
maderamen
explotará en
pedazos con sólo una mirada.
Nada sorprenderá después
de haber vivido
el olor de las
frutas, el agrio de los vinos
y las bellas
desnudas.
Acepto este
traslado
con tal de que no
falten las palabras
que los poetas
convocan en el
sueño
y momentos de jazz,
aunque no cine.
XV
La propia muerte te
consolará.
Te dirá que te
sientes asustado,
porque por vez
primera yaces muerto,
que ya se hará
costumbre.
Es cuanto más se
acerca
a lo que conociste
y ahora extrañas:
bondad y cortesía.
XVI
Ese hombre no está
muerto
porque se rebeló su
corazón.
No está muerto
tampoco
porque perdió por
siempre sus temblores
o porque no respira.
Está muerto ese
hombre porque ya
no puede maldecir frente
al espejo
la vida, que era
todo y le mintió.
XVII
CADÁVER QUE HA
PERDIDO CONCIENCIA DE LO HUMANO
¿Qué daño les he
hecho?
Mi solitaria falta:
permanecer inmóvil
y en silencio.
Que no caigan más
lágrimas,
van a arruinar mis
ropas con la sal excesiva.
Un grito más
y dañarán mis
tímpanos.
Ya guarden las
camándulas,
dejen de repetir y
repetir
sus fórmulas monótonas.
¿Qué daño les he
hecho para que así me ultrajen?
¿Acaso no me odié
tal como me enseñaron?
La luna baja
limpia, no la ensucien.
¿Vendrán nuevas molestias
y más tarde crueldades
y obsesiones?
XVIII
Un muerto es un
hombre que se va.
Es un hombre que
vuelve.
Un hombre que desciende.
Que sube. Que descansa.
Que se desvía. Que
sueña.
Que deambula.
Que se hace polvo.
Pero también un
muerto
es un hombre que
huye.
XIX
El ataúd se abre y
es una boca, estrecha,
que se traga al
cadáver.
Sala de velación:
nueva puerta, más amplia,
que ingiere al
ataúd
para expulsarlo
luego de unas horas.
Entonces es tragado
por la boca del templo,
que lo escupe en la
fosa.
El cadáver de ese
hombre,
que se ha librado al
fin del mal aliento.
XX
A la meta llegué
muerto
y el camino
recorrido
no era tampoco la
vida.
XXI
El único problema:
aprender a vivir.
Y cuando finalmente
aprendes
te tocan las
campanas.
XXII
Están velando tres
muertos al tiempo
en Jardines de la Esperanza.
Cada doliente
pregunta por el
suyo,
va directo a su
sala,
ofrece unas
plegarias en voz baja
o le rinde tributo
de silencio.
Nada para el ajeno,
que casi lo convida,
que sueña con olvidos
menos verdes.
Persisten en la
muerte,
a nombre del amor o
la piedad,
casi sin darnos
cuenta,
las duras
inclemencias de la vida.
XXIII
ALERGIA
Un muerto tan
querido en la comunidad,
nimbado su ataúd,
casi sepulto,
por cientos de
coronas y de ramos de flores,
que ahora corre el
riesgo
de morir otra vez,
por intoxicación.
XXIV
No formol en las
venas
sino tacitas de
limonada caliente,
lavanda, manzanilla,
melisa o mejorana
para el pobre
muertito
y prevenir así
un ataque de
nervios, un resfrío,
en su viaje a
regiones tan altas, tan insólitas.
XV
Con los ojos
cerrados van los muertos
en su ruta hacia el
cielo
y nunca se ha sabido
del primero
que haya
colisionado
con un satélite
o con un meteoro.
En vida ese radar
maravilloso
les hubiese ayudado
de seguro
a esquivar a la
muerte.
XXVI
Camina un hombre
por la avenida.
Mira las
nubes.
Es arrollado por un
auto. Muere.
Después de muerto
el hombre continúa
observando las
nubes,
sólo que ahora más
de cerca.
XXVII
Ciertos detalles
de los velorios
hacen pensar
en una obra
perfecta.
Iluminan lo mismo
las virtudes
que satisfacen
los vicios del
difunto.
Los cirios con sus
humos, por ejemplo,
son su última y
generosa
dosis de
cigarrillos.
XXVIII
Que asistas a una
misa del entierro de alguien.
Por cortesía, relaciones
públicas,
para matar la tarde
(aquel que
últimamente te vendía las frutas;
un pariente lejano,
de tu mujer o tuyo,
no recuerdas;
el colindante
antiguo
y tan desconocido,
sin embargo).
Que justo en la
mitad empieces a sudar,
tu pecho se remueva,
fallezcas de un infarto
y estropees la
digna tristeza del momento.
XXIX
RECLAMA EL
CEMENTERIO SAN ESTEBAN
Vienen a mí tan sólo
por la comodidad
que les ofrezco.
A mi costado
izquierdo
los expendios de flores,
los talleres de lápidas,
en una calle larga
que sube hasta el afán.
A una cuadra escasa
el templo Cristo Rey:
raídas oraciones y
tan francas.
Ni siquiera
recuerdan que entre los cementerios
soy el de más
antigüedad,
el de fin más
distante
por poseer las más
rosadas cucarachas,
ni el especial
prestigio de mi nombre
en los más
exigentes santorales.
XXX
No me suicido, no.
Algún beso me
guarda
esta pera podrida:
soy su error.
El mal devuelve un
poco
la savia
descompuesta que ha chupado,
y me la entrega
plena, boca a boca.
O ni siquiera eso:
vomita y sus residuos
van por casualidad
hasta mi sombra.
Y aún así, no me
suicido, no.
Prefiero esta luz
sucia,
nacida del
encuentro de dos óxidos,
a la nada tejida
con frambuesas
y al gusano de
dulce voz
y eructos inguinales
y de labios.
XXXI
Murió primero
el hermano mayor, el
que chupó
más calcio de mi
madre, más dulzura,
probando que no
basta merecer
la eternidad para
llegar temprano.
Tenía planeado
amarnos lentamente,
tumba a tumba,
pero se fue primero
y nos dejó esperando.
XXXII
Esos ancianos que desafiaron
el tiempo
y saltaron sus
nichos,
críos traviesos
otra vez.
Las venerables
manchas del paisaje,
a las que les
faltara destrucción
y les sobró
caminos.
Esas sombras
maltrechas
que tosen
asfixiadas en los parques,
llamando a una
muerte que no viene,
que parece
esquivarlos y vengarse.
XXXIII
Para salvaguardarla
de ladrones,
a la costosa
lápida, importada,
la han protegido
con una reja de hierro.
Más parece, al
final, que se tratara
de un sangriento
asesino y el ciego cautiverio
de cemento y
ladrillos no fuera suficiente.
XXXIV
El paciente que
sale en la camilla
−anestesia total−,
después de delicada
cirugía,
es casi un muerto,
casi no es un vivo.
Basta que la
anestesia
se rebele y no diga:
−Levántate y
camina.
XXXV
SE BUSCA
Flóbert Zapata
pregunta por su padre.
Vez última que
fuera visto:
trece de octubre
del sesenta y siete,
aquí en el cementerio
de Filadelfia, Caldas,
a donde vino huyendo,
“desterrado”
de zarca
Pensilvania, la década anterior.
Aparte de otras
plagas
un “pasquín” anunciándole
la muerte,
por liberal;
la espalda, el cuello
con marcas de
disparo de escopeta,
desde el monte, a
mansalva.
Encontraría al
llegar violencia igual de atroz
y por poco le toca
huir de nuevo:
secretos bajo hostias,
tumbas, mantos.
Señas visibles:
carpintero, fotógrafo,
escultor en madera;
en la lápida o la
palabra
un fiel panal de abejas,
siempre;
algún carné firmado
por su mano,
secreto por
entonces, ayer público
y hoy perdido;
capas de
nicotina,
Pectoral o Virginia,
soñando que los
miedos
se diluyeran en
espirales;
hontanares de azul
profundo en la
mirada sepia débil;
su columna en
pedazos por caer de un andamio
cuando refaccionaba
la cama del Señor,
quien no lo supo
nunca.
Lo busca para que
cumpla aquella promesa
que nunca pudo
hacerle y se supone
entre dos que han
sentido idéntica barbarie:
conversar, beber
juntos una jarra de vino.
XXXVI
Los hombres
remitidos por el sol,
se derriten exacto en
la pared.
Mi enfermedad los
ve
morir de uno en
uno.
Por favor, que se mueran
de una vez.
XXXVII
La limusina se
detiene frente al templo:
azabache que rueda
y mancha la memoria.
El conductor,
todo un profesional
en modos y palabras,
está muy por encima
del dolor o el placer,
esas conciencias
vagas de la muerte.
Abre la portezuela,
indiferente, frío,
vigoroso, preciso.
Parecería
que fuera a
descargar
un
electrodoméstico.
Descarga un ataúd
con un cadáver dentro.
XXXVIII
Voy a morir.
Y mañana habrá
fútbol.
Y espasmos y
desmayos.
La infancia tocará
una a una las puertas
y no le abrirá nadie.
Voy a morir con dos
aguardientes
sembrados en los pies
y un río de
claveles en la aorta.
Por una sobredosis
de senos, por un nombre
que se pudrió temprano.
Voy a cortar lenguajes
con filo de
esmeralda tartamuda,
con un beso salvaje.
Voy a danzar sin túnica.
Voy a morir en mi casa
recién fundada
y es como si
dijera: Voy a morir sin agua.
Voy a morir y sobre
cada siglo
continuará
lloviendo sangre,
que el sol de los
estadios absorberá eficiente.
Voy a beber a
tientas en lo alto
el gozo que la
grama
suspende en la
mirada de los hombres.
Voy a morir sin
cuello y con espaldas.
Voy a morir hermético.
Sin conocer mi sombra.
Saltando loco,
solo, de uno a otro lado.
Voy a morir rezándole
a un caballo,
inocente, ruidoso,
pez espada.
Con venas agrietadas
por el ansia.
Mascando hojas de
un libro.
Estudiando las
cáscaras de huevo
de codorniz, humilde
arte abstracto.
Voy a morir silente.
Voy a morir sin
hambres. Sin volver.
Sin arder de
quietud ni de ganas de amar.
Voy a morir, es
todo.
Como cantar un gol
o negarme a comer
papaya.
XXXIX
La misa de este
entierro
es para cuatro
muertos.
Con un solo ritual
dan su primer
bocado metafísico
a cuatro
hambrientas bocas.
Me pregunto si
cuando estaban vivos
un solo plato
hubiera bastado para todos.
XL
Un monstruo
hambriento
encuentra un ataúd
con un cadáver
dentro,
y cree que es una
nuez y se lo come:
−Parte fácil la
cáscara.
No está mala la almendra,
un poco blanda, sí;
tiene gusanos pero
saben bien.
XLI
La muerte fue
producto
de los juegos de un
dios desocupado.
Sin darse cuenta
le dio vida una
tarde.
Y matar a ese dios
en adelante
fue la obsesión más
ciega de la muerte.
Desde el origen vienen
su demencia,
su dura ingratitud
y su amoralidad.
Cuando el dios decidió
regresarla a la
nada,
la fórmula no
estaba en su memoria.
Entonces,
fastidiado,
ese travieso dios creó
a los hombres
buscando que la
muerte
se ocupara con
ellos y lo dejara en paz.
XLII
Lucía,
Lucía,
te voy dejando
gusanos como señas.
XLIII
NAVIDAD
Caminan con
paquetes bajo el brazo,
envueltos en
papeles psicodélicos
y cintas de
colores.
Creen que llevan
regalos bajo el
brazo.
Llevan en realidad
cadáveres.
XLIV
Lo único que tienes
que hacer es esperar
justo en el centro
de una plaza desnuda,
sentado sobre un
féretro, a que pase la vida
bailando y dando
gritos.
No pasará en el día
ni en la noche,
por más que lo
desees,
pero esperar
distrae tu fatiga.
XLV
Cada cinco mil años
parpadearás
vertiginosamente.
Cada cinco millones
de años es posible
que se active en tu
rostro
una sonrisa apenas
insinuada.
No despertarás
nunca.
XLVI
El ataúd ha salido
del templo y es
transportado
despacio hasta el
cementerio.
Parientes
inconsolables.
Una inscripción
lateral en filigrana de plata:
Fue el más triste
de los árboles.
XLVII
Quince hombres
arrancados de sus casas,
llevados a un
paraje solitario.
Carniceros que
encienden motosierras.
Fabriles escafandras
protegen de la
sangre que salpica.
Gritos amordazados
y dolor:
la noche sin su
honra.
Reta y acusa, arriba,
la luna de Quevedo.
Gruñendo, alguien la
mira y la maldice,
abajo, más abajo
del subsuelo.
XLVIII
Cada cementerio es
una lívida letra de
mi nombre.
Cada tumba una célula
de mí.
Cada día una
iglesia
de huesos barnizados
por la luz.
XLIX
DESPEDIDA DE LA
AMANTE
Vas a la guerra
desnudo, muerto mío, compañero.
Sin armas, sin
cantimplora, sin una alforja de higos.
Sin los ecos de los
cascos contra la tierra ni el leve
alborozo de las
garzas despertadas por el vértigo.
Toma estas dádivas
del amor y el remordimiento:
saber que nunca
gozaste un deseo menos triste.
Mas no serán para
ti carcaj, arco ni pañuelo,
tan sólo mi
libertad: el beso sobre el que vueles.
No de otro modo se
cierra el amor, lo clandestino,
no de otro modo la muerte
limpia al que sufre.
L
A veces salen
buenos los cadáveres.
A veces salen malos.
No hay forma de
saber
cuál será fiel,
cuál te dará el amor,
cuál te va a
asesinar mientras sonríe.