lunes, 23 de julio de 2012
MARQUILLERO. Por Flóbert Zapata Arias
Recuerdo cuando yo miraba a las personas de pies a cabeza para
determinar su valor de acuerdo a las marcas de ropa que usaban. Entonces tenía
buena vista, hablo de la adolescencia y el comienzo de la madurez, y podía leer
de lejos en los botones, en el cuero de la pretina, en las pestañas de los
bolsillos de la camisa y traseros del pantalón o en cualquiera de los agregados
típicos y distintivos: Levi´s, Baboo, Lee, American Kraf, Hag Tag, Top ten, Denim,
Yoco, Caribú, Lois, Parachute, etc. Y las que iban viniendo.
Con la práctica, esto se hizo innecesario, distinguía sin
dificultad los característicos estilos,
las costuras, los desteñidos graduales garantizados, etc., atento como vivía a
cada novedad. Al final podía decir a qué casa pertenecía un pantalón sin mirar
su santo y seña. Alguna vez una prenda desconocida y enigmática me ponía en
espera rabiosa, su sello oculto por un bolso, una posición, un moho en el
remache, etc.
Entonces, de acuerdo al examen, me decía de la persona: Se sabe
vestir, vale. O me formaba un mal concepto, la subvaloraba, la creía digna de
lástima. Esto ocurría en 1980, cuando el número de marcas no se caracterizaba
por la abundancia de Big Bang reinante hoy, en la que a pesar de todo un bluyín Diesel llega a
valer un salario mínimo, aunque los hay de lejos más costosos.
Sin embargo unos años antes, en la infancia, ignoraba todo sobre firmas,
marcas, modas, etc. La ropa la confeccionaban costureras o sastres de la aldea.
No me había aun arrasado la inocencia aquello que llaman cultura: la percepción
meramente materialista del individuo, antítesis del ser. La clasificación de la
sociedad en estratos de acuerdo a los éxitos económicos o a los bienes de
abolengo.
Con el tiempo desaprendí esta solidaridad exhibicionista y aprendí
a mirar de las personas lo que realmente valen, su adentro, su dirección
mental. Cada que me encuentro a alguien observo su rostro para leer su nivel de
serenidad, escucho su voz para medir su autocontrol, dejo que fluya su
paciencia o su impaciencia, me generan expectativas su cortesía o su delicadeza.
Todo esto con total independencia de su estatus, su color, sus títulos, su
riqueza o su poder. Las sorpresas abundan, a veces se encuentra más alma en un
mendigo que en un magistrado.
Como una inyección para cuyo efecto hay que esperar lustros,
recuerdo con gratitud aquella vez en el Centro de la Moda de Itaguí que
Aracelly se refirió agriamente a los marquilleros, los que buscan la alcurnia
de la publicidad en vez de la simple calidad de la tela y el hilo. Yo era uno
de ellos, regularmente recorría las vitrinas comerciales buscando la ropa cara
en promoción, como se decía, porque ahora se copia con pintura sobre el vidrio el
sema sajón “Sale” acompañado de letreros tipo “Descuentos hasta del 50%”, esto
sí en español.
De la pobreza o la privación, que tiene dos caminos, desechamos
desgraciadamente el del ascetismo y escogemos el de la histeria: perseguir compulsiva
y ciegamente aquello que no se tuvo por falta de dinero, las indulgencias del
cielo social sin Luteros. Entonces comienza la carrera demente y eterna porque
siempre habrá alguien que posee lo que no puedes poseer, porque siempre te
faltará para el trofeo de turno, porque una vez alcanzada la altura
descubres que una nueva montaña se erige ante ti y te invita a seguir muriendo.
Lo contrario: la quietud, la no-carrera, la ropa sin marca.
Hoy, más de treinta años luego, recordé la confrontación de claridad
exquisita, suave y como aguja de tatuaje de Aracelly y me senté a escribir esta
nota para exaltar la expresión de ideas sin buscar la aprobación, mientras me
espera La interpretación de los sueños para acabar de enseñarme cómo desarmar
las trampas que utilizan los contenidos oníricos para hundirnos en el
desconcierto y la angustia. Muy parecidas a las que utiliza la cultura para
hundirnos en la penosa y casi irrenunciable confusión con apariencia de absurdo
maravilloso.
La Carolita, domingo 22 de julio del 2012