sábado, 26 de mayo de 2012

POEMAS DEL SECRETO. Por Flóbert Zapata


Miércoles 23 de mayo, 8.30 a.m. De pequeña caminata en La Carolita. Pienso en un tipo de poetas, los inofensivos, que no dicen nada concreto, a los que hay que traducir,  fuente de interpretaciones. Muy interesante su juego de adivinanzas con el lenguaje, tiene mérito y no pequeño. No se pueden negar como poesía a este retraimiento pero nunca podrá afirmarse como poesía total, de momentos brillantes por supuesto: "Digamos que una tarde/ el ruiseñor cantó/ sobre esta piedra/ porque al tocarla/ el tiempo no nos hiere/ no todo es tuyo olvido/ algo nos queda/ Entre las ruinas pienso/ que nunca será polvo/ quien vio su vuelo/ o escuchó su canto". Si, en cambio, como grandes ejercicios de meditación budista con las palabras. Juan Restrepo. Jaime García Mafla. Giovanni Quessep. Octavio Paz. En la contraparte tienen a los poetas dicientes, que se columpian entre la elusión y la claridad, entre lo abstracto y lo concreto. Gustavo Rubio Guerrero.  Víctor López Rache. Raúl Gómez Jattin. Paul Eluard.

En la poesía más directa, en el haikú, o en un código penal, vemos que no existe la claridad consumada, el lenguaje siempre deja agujeros para que entre la elusión, que además aflora como propiedad autónoma del lenguaje. Esos agujeros a veces crecen hasta hacerse grietas por donde se escapa el sentido por exceso de sentidos, soportados en la mente hasta cierto límite. La elusión capitalista creciente, oclusiva hasta alto  nivel de los atributos propios de la claridad,  consigue que en un solitario poema haya mil poemas, realizados por el lector avezado en su imaginación a partir de la teoría combinatoria y las probabilidades.

Octavio Paz intensifica a niveles desaforados la elusión, se convierte en médium de sí mismo, leerlo equivale a invocar,  sólo cuando un compasivo prólogo explica sus poemas nos acercamos. Para evitar equívocos, a los poemas del secreto les ayudaría mucho acompañarlos con la historia que los origina, por lo menos al modo de los Cuentos de Ise. Quessep, en el Festival  de los Ocobos, desnudó las circunstancias reales de algunos de sus poemas. Nos hizo saber, por ejemplo, que un río y una muchacha intemporales, enmascaran a un rio de su tropical San Onofre y a una alumna suya en tiempos de profesor universitario en Bogotá.

Paul Eluard nace en la elusión inconsciente y modera su embriaguez onomatopéyica o su locura, la saca del autismo, hace caminos en la selva personal de la percepción, habla, confiesa.  

Mientras de paso en una tienda compro bananos, nueve por novecientos pesos, un hombre con un niño pregunta sin entrar: “¿Vende minutos?”.  La señora le responde algo que no recuerdo,  no hecho consciente por andar abstraído en la nueva tipología, la misma de siempre con la novedad del distinto nombre, y la pareja se va a buscar a otra parte.

Qué bueno que uno pudiera comprar minutos de vida como los de celular. Comprar sesenta minutos y que automáticamente el reloj no marque las ocho y treinta sino las siete y treinta. Comprar un día y que automáticamente volvamos al martes. Comprar un mes y que de repente brille abril. Comprar un año y estar en el 2011. Comprar una etapa completa y enredarse de nuevo en el miedo al pelo largo de la juventud desperdiciada, al lado de Alberto Montes Giraldo, Fernando Jiménez, Aldemar Vasco, castigados por la vigilancia, prestos para el engaño circular. Comprar otra etapa y verse desplazado gaitanista y huérfano haraganeando con Édgar Marín Arenas, salvado junto a mis hermanos de podrirme por el sueldo de maestra primaria de Norma y por los giros que desde Bogotá hacía el neurótico y generoso Henry a través de Adpostal. De donde salí muchas veces alicaído porque ni Consuelo ni la noticia de que no había llegado el giro sabían sonreír. Habría que matarse trabajando para pagar los minutos pero valdría la pena.

Obtuve otros minutos por miles, por millones y no deliro ni relato un sueño. Sólo que no me devolvieron al pasado sino que expandieron el presente y detuvieron el futuro. No tuve que pagar ni que matarme ni que matar. Me sucedió en una toma de yagé.


©Flóbert Zapata Arias. Mayo del 2012