lunes, 2 de enero de 2012

NOS DESPEDIRÍAMOS DE BESO Y ABRAZO. Por Flóbert Zapata

A Fernando Vallejo

El sábado 24 de diciembre del 2012 monté por primera y última vez a caballo en el municipio de casas blancas y puertas verdes Villa de Leyva, en compañía de mis dos hijos y su madre. Quería calmar la curiosidad sembrada desde niño cuando levantaba la cabeza noventa grados para mirar el rostro del caballero perdido entre la inmensa taza azul como si el cielo hubiera bajado o el mar hubiera subido, a cambio de lo cual debía soportar en carne viva el malestar arrogante de relacionarme así con un caballo como si no se tratara de un humano con distinto cuerpo, única realidad aun hoy lastimosamente pervertida por la justificación desesperada.

Qué hermoso el caballo libre por la pradera y qué triste el caballo con freno y silla. ¿Por qué seguimos esclavizando al caballo en tiempos de bicicletas, motocicletas, camperos y camiones? ¿Cuándo comprenderemos que el sistema nervioso, la sangre, los huesos del caballo son primos de nuestro sistema nervioso, nuestra sangre, nuestros huesos? ¿Cómo dejaremos de olvidar que a la libertad del mundo le hace falta la libertad del caballo? ¿Nos gustaría que nos pusieran implacables frenos de acero en la boca hasta hacernos perder la voluntad y la razón?

Tendría un caballo para dejar de ser su dueño impidiendo que nadie más sea su dueño, para caminar con él, para hablarle, para escucharlo, para verlo comer junto a mí, para que me vea morir en mi cama o para verlo morir en su establo, para que su establo sea mi alcoba y para que mi alcoba sea su establo. De la mano caminaríamos por calles y caminos mientras la gente me llama loco y él comprende y calla porque nadie conoce más la intravenosa insidia de quienes viven por fuera de la hermandad y se enorgullecen de ello. Nos despediríamos de beso y abrazo cada que nos tocara separarnos.

Acaricié su maravilloso cuello, junté mis mejores palabras y se las entregué con ternura, lo monté durante una hora sabiendo de su perfecto dominio de mis pensamientos adoloridos y de su piedad. Al despedirme me extrañaba y nunca lo olvidaré, sabemos ambos por el sufrimiento común que para trasmitir el amor resultan innecesarios los mórbidos y habituales años y esfuerzos para vencer la desconfianza y el miedo. Nos alegramos y sentimos la tibieza de la esperanza cuando Alejandro dijo: “¡Qué pesar, nunca vuelvo a montar en caballo!”. Por primera vez se apeaba del caballo teórico de la tortura.

Manizales, lunes 2 de diciembre del 2012

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