Todo miedo fue inoculado en mí. Sin embargo ninguno tan maligno como el miedo a los muertos, mandíbula que te come mientras todo a tu alrededor sonríe y se equivoca.
VEN SERENIDAD
No existe mayor esclavitud que el miedo a los muertos, arte excelso del engaño. Después de sucumbir en ella, de ser arrojados a él, resultan casi imposibles la dicha y la libertad. Una vida de imposturas ocurre sobre el rostro demacrado por soles tostados y la verdad titubeante. Con las aprensiones te controlan los que dicen que te aman y sólo te utilizan, enviciados, inconscientes de que ellos también fungen como objetos sumisos de sujetos controladores. Cuanto más pronto empieces a quitarte las cadenas mejor, no sea que te acompañen sus sonidos de metal humillado hasta el próximo renacimiento. Lo primero a atacar el apego, ese estrato seis de la miseria espiritual, sin lo cual nunca accederemos a la mayor humildad de la existencia, sólo propia de iluminados: la serena satisfacción de morir.
GONZALO ZAPATA
Era el modelo a imitar en la infancia, primo idealizado, bondad natural, príncipe que me quería. Se le arrojó a un bus desorientado por una vida llena de solución, bazuco y cuanta droga existe; rehabilitaciones, después de una de la cuales incluso se hizo agente de policía; negocios que le ponía la familia y se fumaba; espíritu ulcerado que empeñaba el colchón y dormía en el cemento pelado para rascar la picazón con la humedad. ¿Cómo no ver por última vez al admirado ser en el laqueado ataúd, funeraria de Dosquebradas? Moriría si era del caso rompiendo con ese inútil y pernicioso tabú de rejas impuestas a la curiosidad. Me temblaron las rodillas, las manos se humedecieron, el aire faltó, pero a través del vidrio su imagen última llegó a mis ojos para siempre desde aquella oscura tarde soleada hace quince vertiginosos años.
FÁBER ZAPATA
Difícil ver a través del vidrio a mi hermano Fáber aquel 25 de julio del 2006 en la sencilla Funeraria de La Merced. La experiencia con Gonzalo no me sirvió de preparación porque ahora se trataba ni más ni menos que de mi primer hermano muerto, superior inmediato y guardaespaldas escolar. El macabro y terrible condicionamiento venció a mi necesidad iconoclasta más urgente de acariciarle las manos y la cara. Pensaba que tendría pesadillas, esos roces se repetirían obsesivamente en mi cerebro hasta enloquecerme, llevarían también al frío esperador de las inyecciones de formol. Incompleto quedaría a partir de ese momento, insatisfecho conmigo mismo. Ignoraba cómo pero las cosa tendrían que cambiar radicalmente. Comprobaría si las iniciáticas lecturas de budismo y Tao servían para algo.
HENRY ZAPATA
Nos conoces bien julio, un venticinco Fáber, un trece Henry, hace dos semanas. El mayor, cuando esperábamos tenerlo hasta los ochenta por la vida tan organizada que llevaba, a pesar de los miedos económicos y la confusión sexual propia de esta sociedad inevitablemente neurótica. Habría tiempo de darle lo que le debíamos, después de aclarar por fin algunos excesos verbales nacidos en la posición jerárquica heredada tras la muerte de mi padre en el sesenta y siete: entonces, luego de décadas, podríamos disfrutar la cercanía de los amigos en vez de la distancia de los hermanos en la familia judía. Álamo el poeta bajó el inmenso ramo de flores, levantó la tapa del ataúd, le tomé las fotos, me dije ahora o nunca y enseguida pasé mi mano derecha por la suya y luego por el rostro mientras le decía: Parcerito, nos dejaste parcerito.
ÉRAMOS OCHO
Quedamos seis, todos con el deber de no morirnos, sobre todo cerca, porque con cada uno derrumbamos un poco al resto. Preguntándonos cuál será el próximo, quizá ya no un tercer infarto sino un primer cáncer, respectivamente producidos por las noticias terribles que escuchamos en la perfecta sociedad del crimen y los inviernos atroces y por los alimentos que nos dispensa el universo agrotóxico de la codicia y la inconsecuencia. Sabiendo que no existe preparación posible, temerosos del teléfono en el que le dicen a uno lo último que quiere oír. Con todas las intenciones de unirnos y viendo estupefactos la lenta invasión del egoísmo y la soledad. Incapaces ya de quitarnos las marcas de la conciencia despiadada que nos imponen. Al próximo lo besaré en la mejilla, si no me corresponde el turno de ser besado.