lunes, 5 de mayo de 2008

FILÓSOFOS DE LA SOSPECHA




Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche y Karl Marx (nacido un 5 de mayo) son llamados por Paul Ricoeur “Maestros de la sospecha”. Por fundar un discurso crítico capaz de ir más allá de la realidad estancada en el racionalismo imperante de su época, al declararla anómala y buscar las causas de esa anomalía: la represión sexual, el pensamiento atado y la dominación económica, en su orden. Por desnudar la utopía falsa para proponer una utopía verdadera capaz de liberar al hombre y dar lugar a una conciencia auténtica que substituya la conciencia aparente que le han impuesto.
“Pensadores de la sospecha” o “filósofos de la sospecha”, como los llaman otros, son el símbolo de la obra vital y vitalista por su inmensa capacidad de transformación de la sociedad y el pensamiento. Sin ellos no hay manera de comprender el mundo en que vivimos.
Pasar por la vida sin haberse por lo menos acercado a estos autores es haberse negado a mirar los crepúsculos más asombrosos de la inteligencia occidental: “La interpretación de los sueños”, de Freud, “Así habló Zaratustra” o “La gaya ciencia” de Nietzsche y, si no directamente, por la extensión de su obra, en el caso de Marx, a través de un texto introductorio como el de Marta Harnecker “Los conceptos elementales del materialismo histórico”. Anunciar a cuál de los tres sospechosos aludidos pertenecen los renglones que siguen es sin duda menosprecio al lector.

¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a si mismo, sino a otro. (...) Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.