sábado, 1 de septiembre de 2007

PEQUEÑA ELEGÍA A MI HERMANO FÁBER (Filadelfia, 1956 - La Merced, 2006)

(Fáber niño, al lado de un Cristo de madera tallado por nuestro padre)


[Con los compañeros del Colegio Oficial Integrado. De izquierda a derecha. Arriba: Jaime Bohórquez, Carlos Zuluaga (†), Francisco Zuluaga, Fáber Zapata (†). Abajo: Julián Giraldo, Hérman Zuluaga, Silvio Osorio]


(Cuando murió quería publicar esta foto, con la camisa que le regalaron en su último cumpleaños, y la primera parte de este poema, lo entonces escrito al respecto, en un medio masivo. Ni siquiera intenté buscar el espacio, a quién le iba a interesar un dolor tan personal. El “Correo pedagógico” de Educal, de algunos centenares de ejemplares, lo publicó con cariño por su categórica pertinencia. Entonces el milagro del blog. Ahí está, diponible, eterno. Ha comenzado el renacimiento.)

I

Me quedaba una esperanza
pero ya se marchitó.
La cuidaba con sus manos
mi hermanito el que murió.

La arropaba en los inviernos
con su tibio corazón.
La regaba con sonrisas
y entre lágrimas estoy.

Mi hermanito el que me amaba
mucho más de lo que yo.
El venticinco de julio
me llamó y no me esperó.

Casi siempre me esperaba
en la puerta del dolor.
En sus manos siempre había
un recuerdo y una flor.

Filadelfia le dio asilo.
La Merced lo hizo señor.
Como dos gemelos tristes
el silencio y la oración.

Calavera se llamaba
la ilusión que le mintió.
Desde el cielo de su nombre
baja lenta una canción.

Era carne liberada.
Es raíz que regresó.
Era fértil lontananza.
Es pregunta y es un no.

(La Merced, martes 25 de julio del 2006)


II (guasca)

Se murió mi hermano Fáber
sin saber que se moría.
Un infarto fulminante
lo mató mientras dormía.

—Hora ya de levantarse—,
suave voz le recordaba.
Su mujer lo sacudía
pero no reaccionaba.

Cinco y media era la hora
en que siempre despertaba.
Pero no despertó más
esa triste madrugada.

Como iba a imaginar
que la muerte agazapada
lo esperaba en las cobijas
para darle la estocada.

Optimista se durmió
y la vida lo esperaba.
Mas la vida lo enredó
y se halló frente a la nada.

De cincuenta años murió
él que nunca se enfermaba.
Ahora es ceniza gris
lo que fue carne rosada.

Se murió mi hermano Fáber
sin saber que se moría.
Dejó dos nietos, dos hijas,
una esposa y una herida.


III

Recordaré tu ímpetu selvático,
viajero de regresos congelados;
tu rostro envolatado por la tierra,
púgil de inagotable resistencia;
tus párpados montando escarabajos,
abrigo de la grasa y del mecánico;
tu pelo de carbones renegados,
alumno de la manga y el potranco;
tu pecho de vendimia que se cierra,
guerrero del abrazo en verde estera;
tus manos que acarician los almácigos,
prestidigitador de los relámpagos;
tus ojos de tenaz adormidera,
guaquero de la tímida cerveza;
tu voz que saqueaba los milagros,
crecida al pie de monumentos altos;
tus venas que doblaron sin mansalva
lo que no iba a caer y tuvo alma;
tú última, feliz, atroz candela

llegada sin zarpazos ni cadenas.

IV

Treinta kilómetros
fue todo lo que anduvo sueño a sueño
el corazón de dulce piedra.
Sudor, agua, silencios, tropezones,
recuerdos, horizontes
de tableros e idiomas,
Juan Pablo o Juan Esteban en sus hombros
y un amor a la madre nunca visto:
la buscaba dejándola.
Venticinco minutos
duró su vida limpia de insecto sin epítetos.
Salió de Filadelfia casi niño,
de noche y con antorcha,
y llegó a La Merced a los cincuenta,
una mañana luminosa
con ataúd de fondo.
¿Puede la vida amarse de otra forma
después de perseguirse tan adentro?
¿Existe algún camino más efímero
que un guión que trae el musgo que lo cubre?


V

Estabas.
En el vientre que huyó desde Samaria
por amenaza azul con cielo bajo.
En caminos inéditos que, después del regreso,
cerrabas con los dedos como una adormidera.
En montes, nubes, cuevas y cañadas
invadidos por fauna y flora de otro mundo.
En la atroz puntería
de la mortal cauchera, inmenso campeón,
bajo el sigilo verde,
y pájaros perdidos de belleza,
acariciados para que murieran.
En el vértigo dulce de los carros de guadua
con frenos de cotiza.
En el copo zapote, las sombras de los guamos
y el iglú de una mata de café
al que le removíamos historias de la lluvia.
En guayabas, naranjas y aguacates,
amados de anarquistas y silvestres.
En desnudeces nunca vistas
a través de ventanas y por siempre en los sueños.
En el pescado frito en lonjas
más chicas que cabezas de alfiler.
En los huevos de araña
que descendían crudos a tu estómago.
Y allí siempre estarás.


VI
DESCUARTIZADO
El tronco y la cabeza en Filadelfia,
donde vino a nacer
con la ira empuñada.
En la Merced, a donde fue a morir,
las cuatro extremidades.
Y cien gramos, aun tibios,
en frío Manizales, en mi casa,
donde charlar de todo
entre gratas cenizas presentidas
era quemar las hambres de la infancia.
VII
EL HIJO DEL TENDERO
Lloró mucho tu madre
y tu rostro tan rígido.
Lloramos tus hermanos
y tu rostro tan rígido.
Lloró libre Alejandra
y tu rostro tan rígido.
Lloraron tus amigos
y tu rostro tan rígido.
Y moviste los labios
cuando te lloró un niño.