sábado, 25 de agosto de 2007

BELALCÁZAR (Pequeñas crónicas)

Ya sé que tienes un Cristo

que nunca te da la espalda

y resguardo con idioma

y, en vivo, Semana Santa.

Ahora respóndeme

¿por qué divina muchacha,

de día miras el valle

y de noche las montañas?


Un lotero decididamente blanco de estatura media baja me ofrece la lotería de Risaralda. No es casual que en este pueblo caldense ofrezcan más esta que la de Manizales: todo su comercio se realiza con Pereira; cuerpo aquí y corazón allá.

—No, gracias —le digo.

—Y usted con esa cara de buena suerte que tiene —me dice en un peluche.

Como todo el día he querido escuchar de labios de un lugareño lo que uno concluye sin dificultad sobre el forro de zinc de las casas, se lo pregunto.

—Por la pobreza. Mucha pobreza —me explica diligente, seguro y experto.

“¿Por la pobreza? No, por la humedad”, me digo con perplejidad sonriente.

En pago por respuesta tan inverosímil, cambio de opinión y le aviso que le voy a comprar la lotería. Me va a entregar un billete pero le digo que sólo llevaré una fracción, o sea la mitad. Le pago con cinco mil.

—¿Cuánto me gano con esto librecito? —le pregunto.

—Doscientos millones.

—¿Cuánto quiere que le dé si me la gano?

—Lo que usted me quiera dar buena y santamente está bien. —responde mientras me devuelve los dos mil quinientos y continúa con voz de ciego— Muchas gracias, que Cristo Señor mío le dé suerte, Cristo bendito, el que hizo al universo, el que le dio la vida a usted, a mí, a todos.

—Le voy a dar diez millones. No, cinco para cumplirle —aunque por dentro le dije: “Cinco para que deje de agitarme la camándula en la cara”—. ¿Dónde lo busco?

La religión para lo que realmente sirve: dar consuelo frente al dolor inherente a la vida y frente a la incertidumbre de la muerte. Ni más ni menos. El resto es pernicioso. Los fanáticos tienen el mundo lleno de guerras de todos los tamaños.

—Fácil de encontrar: yo soy el único lotero aquí. —explica certero.

Me sorprende su condición de isla en este mundo absorto en la competencia brutal aun en los oficios más sencillos.

—¿El único?

—Sólo los sábados vienen de La Virginia un señor Guillermo y don Aníbal González.

Cuando lo voy a poner pensar sobre lo de la pobreza, es llamado por un cliente y me deja con la frase iniciada. Como faltan cinco para las dos, me regreso la Casa de la Cultura, donde dicto un taller de creación poética. Una alta escuela ruidosa de niños, de propiedad de papá municipio, siempre rico, forrada completamente en zinc, me confirma en mi sospecha.

En la casa de la cultura Juan Carlos Valencia, su director, me lo explica todo: Belalcázar es muy lluvioso y la humedad hace que en el bahareque surjan hongos y literalmente retoñen las paredes de boñiga y tierra. De paso me hace caer en cuenta que el zinc ha sido a veces bellamente grabado con círculos, hojas y otras figuras. En la sala donde hablamos, entre fotos y pinturas, una copiosa colección de afiches cuyos temas centrales son los dos orgullos municipales: la celebración en vivo de la Semana Santa y el Cristo de cemento y hierro de cuarenta metros de altura desde cuyos ojos y brazos se pueden observar trescientos sesenta grados de todo tipo de idílicos paisajes. Atraen —todos lo dicen con orgullo, en tiempos bancócratas en que la economía cuenta como nunca— muchos turistas. Seguramente también acrecientan la fe de lugareños y extraños. Prueba de ello es el exteriorizado fanatismo del lotero, ignorante por el resto de sus días de que cuando me echó el discurso creacionista me hizo arrepentir de la compra, no tanto por lo que dijo como por su imprudencia de generalizar al creer que todo momento y persona son propicios para vaciar lo personal.

Belalcázar, aldea delirante e inocente, muchacha que en el día mira al valle y en la noche a las montañas, poseedora de un resguardo indígena trasplantado de Riosucio que increíblemente conserva su lenguaje, cuya ininterrumpida tradición no explica el desconcertante hecho de que se esté suicidando un chico por mes.

Belalcázar, miércoles 15 de agosto del 2007